martes, 25 de abril de 2017

GLORIA MENDOZA BORDA Y LOS GRITOS DEL SILENCIO Por WINSTON ORRILLO



Ante todo, una bellísima publicación de Lluvia Editores, en la que se conjugan los intensos versos de la poeta, con las obras de arte de Luisa Aguilar Sánchez, responsable de la carátula e interiores. Todo, unimismado en “Desde la montaña grito tu nombre”, poemario singular en la vasta e intensa obra creativa de la poeta puñena (Ciudad del Lago, 1948), Gloria Mendoza Borda, quien, aparte de ser connotada lirida, es un verdadero motor cultural en el Sur peruano.
De Gloria conocíamos, ya, “La danza de las balsas” (Editorial Horizonte, 1998), “Dulce naranja dulce luna” (Arteidea Editores, 2001) y sus singulares poemas aparecidos en “Mujer mapa de música” (Arteidea, 2004) muestra antológica que recoge su obra junto con las de Rosina Valcárcel y Ana Bertha Vizcarra, obra traducida al italiano por la poeta Gladys Basagoitia, como Donna Carta di Música, el 2005. No digas que no sé atrapar el viento apareció, al alimón con la notable pintora arequipeña, Luisa Aguilar (Arteidea Editores, 2011). Textos de GMB han sido traducidos al alemán por el poeta Rainer Maria Gassen.
Respecto a la presente edición, es bueno decir que las obras de Luisa Aguilar¸ que la acompañan, no son un complemento o una ilustración de los poemas ,sino que, en sus momentos más altos, representan una simbiosis concomitante con el alto lirismo de estos versos.
El volumen que comentamos tiene un excelente prólogo del poeta Benjamín León, que es bueno reproducir, en parte, como una suerte de obertura de lo que diremos nosotros. Expresa León que:
“La poesía de Gloria Mendoza Borda transita en el compromiso, en ese compromiso que va más de allá del abanderar ciertas posturas como un acto de aparente y justo exhibicionismo; más bien transita por un compromiso que aborda los sectores más secretos y vitales del corazón, los más íntimos del ser. Desde la montaña grito tu nombre, nos remite al arkhé, a la materia original, a nuestra lengua primera, nos remite a la soledad y a la contemplación, a los seres con los que convivimos; nos remite a la palabra clandestina que se hurta al sistema convencional e instrumental de la comunicación y la transforma en palabra poética para dialogar con ese otro que habita en nosotros mismos, aquel que habita en esa ciudad interior donde sólo el lenguaje poético pronuncia lo indecible. Por ello hay una constante aprehensión de todo lo que es y a través de lo cual la poeta se relaciona con el mundo y con su mundo, un aprehender las cosas y los hechos, el tiempo y sus resquicios, la vida y la misma muerte, los lugares donde se asciende para comprender la trascendencia y, desde ese mismo espacio, realizar un grito mudo, casi místico, englobando toda la pérdida para traerla a sí misma.”
En fin, León da en el mismo centro del centro, cuando afirma que, en la poesía de GMB
“Hay un querer transformar el todo de la existencia en un cúmulo de esencias que habiten dentro del ser, aquello que se preguntara Rilke en su abusiva soledad: ¿Qué otra cosa quieres tú, mundo, sino transformarte en invisible dentro de nosotros?”
En efecto, esta poesía, singularísima sabe lograr una simbiosis entre la captación del mundo, del destino de una conflagración como la que hemos vivido, y de la cual, la poeta, extrae signos vitales que, no obstante, no la eximen de dar ese grito vitalísimo que nos indica que, finalmente, en medio de la muerte cotidiana, se yergue la vida, esta misma que nos da ella en su poesía integérrima.
En el cielo y en la tierra, en la historia y en la intrahistoria --o metahistoria-- esta poesía hunde sus ijares en aquella circunstancia –ineludible—que invoca la pertinencia de sus elementos naturales, vernáculos, míticos, entrañables: “…ese recorrido de huesos desparramados nuestro camino/ oh de las piedrecillas traslúcidas/ que han naufragado en mi tiempo/ sin tiempo las huellas de tus pies en la memoria/ de los pueblos olvidados exhibiendo cóndores enceguecidos// sobre tu nombre floran las hojas secas del otoño/ los árboles ya no lucen igual en la verde colina// en el río de la muerte continúa acariciando / las tristes fauces de los lobos…”
Todo esto, que podría llevarnos a un desasosiego extremo, de repente, irrumpe en una suerte de aleluya que indica, precisamente, uno de los rasgos más sui generis del estilo de Gloria Mendoza. Así, este poema concluye:
“deja que sigamos al júbilo del monte/ poeta entre los bordes de los helechos/ tus algas por la arena de todos los sin tierra/ los cantos anclados en la arena de todos los hombres/ en las polleras delirantes de los árboles luego de la marea del molino”.
Así, en “Aynacha” (“Cuesta abajo”) reaparece esta simbiosis muerte-vida, que caracteriza a la poética de nuestra autora:
“Campesinos encontraron/ la imagen de mama Martina reflejada en el río Ramis/ aquí donde el cielo y el río se juntan/ la inundación de Puerto Puquis aún reflota// no estás muerta mamá Martina/ aullido espectral de búhos/ aynacha en los ríos del mundo/ agua que azotó el pellejo de la poesía/ la poesía se ha ahogado en una noche de luna/ mi luna mi dulce luna mi luna mi dulce lunaaaa”.
Pero, en medio del día dilacerado, de la aparente hecatombe, del apocalipsis surge un “Nuevo día”:
“Amaneces te arrodillas escupes y un cuervo/ se lleva tu voz detrás de las enarboladas tardes/ donde antes carajo solíamos silbarnos sumergirnos/ sin dar plazo al plazo de pie mares cielos mundo/ creían en nosotros”.
¡Que precisa la coprolalia para expresar aquello que desborda el pecho de la lirida, que se estremece ante los sentimientos encontrados, pues la esperanza asoma por entre los resquicios del tiempo oscuro:
“escucha poeta la estación termina/ y las cosas que dejaste/ las calles donde las esquinas son faros/ el cielo multiplicando sus astros/ la sonrisa de muerte / aún todo está intacto”. Ya que, en medio del descalabro, por la fuerza de su vitalidad, surgen “Peces en tu ternura”:
“Este es un río veloz/ su caudal una serpiente dibujada en las aguas/ sonríes grandioso / sobre tus manos los peces/ dibujan su ternura los peces mensajeros sigilosos/ de la ciudad sumergida entre alga y medusas// el río siempre su mirada de espejo desbordado/ el hombre siempre su esencia al pie de la inocencia”.
Sin embargo, el enemigo no baja la guardia, y la poeta lo sabe perfectamente, y, por ello, emprende otro exorcismo (que eso nos parecen muchos de sus versos: conjuros, ensalmos para hacer que retroceda la antivida): Como en “No a los batracios”:
“Es de noche y no oscurece porque tus astros/ alumbran los brutales tiempos/ tendidos en una alfombra de frío/ de hambre / la luna enciende tu morada/ es noche y no oscurece/ huérfanos otoños muertos palabras testarudos batracios”..
Y, finalmente, en esta “Muerte” (sin muerte) de la autora:
“Debo programar la siembra/ si antes no sorprende/ la tempestad/ de nieve/ a ti/ a mí”.
Gloria Mendoza nos envuelve en su lirismo a toda prueba y despide este singular poemario del parnaso peruano, con su paradigmática “Decantación”:
“Ocultos en el paraguas/ nos perdemos/ entre la lluvia”.

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