CÉSAR CASAS AQUIJE
MARÍA JESÚS Y EL
PLATO VIUDO
No sé porque
extraña razón aquel plato de porcelana de colores vistosos y llamativos ejercía
sobre mí una poderosa atracción, imposible evitar observarle desde mi altura de
niño de cuatro años. Permanecía dentro de la alacena del comedor de mi casa sin
que ninguno de mis diez hermanos lo cogiera para ponerlo en la mesa a la hora
de comer. Sencillamente estaba allí como un objeto sagrado que no se podía
tocar.
Debo confesar, que
muchas veces me vi tentado de subirme en la silla de palo para tratar de
alcanzarlo y tomarlo, pero mis tentativas fueron inmediatamente desautorizadas
por el grito oportuno de mi madre. Estuve a punto de caerme tantas veces de la
silla al pretender agarrarlo y al verme sorprendido en mi reiterada travesura.
Lloraba, pataleaba,
gritaba, me escurría entre los brazos opresores de quien evitaba que fuera por
aquel plato que ejercía sobre mí una atracción realmente indescriptible, hasta
que más tarde supe la historia de aquel triste episodio familiar que removió
los cimientos de una vida apacible y alegre de una familia que había abandonado
el campo de “Los Molinos” para venirse a vivir a la casa de “La playa” muy
cerca al mar y al puerto, donde mi padre Roberto empezaría a trabajar como
estibador; dejando atrás las jornadas interminables de las cañadas, los
frutales y los ganados.
María Jesús había
nacido bajo la protección de un reverdecido parral de uvas que extendía sus
ramas y racimos sobre el techo de la sencilla alcoba de mis padres.
Vino al mundo en
Noche Buena y en vez pastores, ovejas y borricos, estaba rodeada y venerada por
mis hermanos que la miraban sorprendidos hasta las orejas, al verla tan linda y
agraciada e iluminaba como una luz resplandeciente el hogar de los “Casitas”.
No eran necesarias
las lámparas a kerosene prendidas en un clavo en las columnas de palo de las
habitaciones adyacentes; bastaba ella con su llanto, con sus manitas y
piernecitas delicadas, con el brillo de su escaso pelo claro; con el mandil
blanco de la señorita “Julia” que había asistido el parto. Los gallos de pelea
cantaban sin cesar el nacimiento de un nuevo miembro que engrosaba la fila de
un contingente familiar amorosamente numeroso.
Tal estampa
descrita parece tan conocida y tan común en una familia creyente y cristiana de
extracto pobre, sin embargo, el hecho de haber nacido en las vísperas de la
natividad del niño Dios no justificaba una celebración muy especial en el caso
de María Jesús. Su nacimiento se había pronosticado mucho antes, posiblemente
coincidiendo con el cumpleaños de mi progenitor.
Una semana antes la
casa estaba preparada para recibir a la familia y amigos de mi padre que
cumplía cuarenta años. Mi madre no dejaba de hacer cosas a pesar de su estado
grávido. La cocina era un ir y venir de mujeres y de ollas. El fogón ardía como
nunca. El olor de la sopa seca y la carapulcra con carne de cerdo y de pollo se
propagaba por toda la casa. Las botijas de vino aguardaban debajo de una mesa
improvisada por un tablero largo sostenido sobre un par de caballetes de
rústica madera. Se esperaba mucha gente y era preciso arreglar la amplia sala y
poner tantas sillas como fuera posible. Mi padre anticipadamente había dado
instrucciones a mis hermanos para que esas sillas de palo fueran pintadas y se
vieran como nuevas y decentes para la ocasión.
Y así fue. A
Roberto Casas lo esperaban los invitados en el salón. Él se aproximó lentamente
vistiendo su terno beige y sombrero blanco, llevando a mi madre tomada de su
brazo que también relucía rebosante de felicidad con un vestido de seda azulado
con tonos floreados, donde se podía apreciar su fatigada maternidad. Su barriga
estaba enorme y por momentos se tomaba el vientre sintiendo los movimientos y
las pataditas de María Jesús que apuraba por nacer. Ella pronto se mecería y
arrullaría en su regazo natural con los acordes de un “Claro de luna” que
brotaban de las cuerdas de una criolla guitarra tocada por el tío Alberto
Casas, hermano mayor de mi padre.
Había cumplido
cuarenta años y estaba a punto de ser padre de su undécimo hijo. Se sentía
fuerte entonces para encarar, cubrir y mantener a su numerosa familia. El
trabajo en el puerto le brindaba la estabilidad económica y emocional que
requería para llevar a cabo la realización de sus sueños y sus proyectos. La
casa se tendría que reconstruir paso a paso a medida cómo se presentaban los
ingresos y los ahorros casi nunca habidos.
María Jesús había
nacido muy pequeña con la fragilidad y ternura de una flor. Enfermiza hasta el
extremo que se evitaba que estuviera apostada bajo la sombra del parral para
que no pescara ni un solo resfriado. Sin embargo, contraponía su aguda
fragilidad física con la gracia de una niña inquieta, traviesa, habladora,
feliz, que corre y juega a su libre albedrío.
Es una criatura que
va descubriendo un mundo paralelo y fantástico que la envuelve y se apodera
completamente de ella y de sus sentidos. Observa, escucha y entiende el
lenguaje de las aves y animales del corral que se están criando en la parte
trasera de la casa, junto al huerto donde florece el granado y el parral de
uvas. José Luis es dos años mayor y ambos juegan a esconderse dentro de los
cuartos contiguos donde se guardan los granos y comida de las aves, las
herramientas, los enseres y equipos de trabajo que mi padre Roberto usa para
arreglar cosas en la casa, cultivar el huerto y organizar los gallineros.
Son esas las
circunstancias donde se desprende el mundo mágico de María Jesús, y con una
mirada risueña y de complicidad hacia José Luis, se asoman cautelosamente hacia
esa luz que entra por el tejado, y que cada vez se hace más intensa y
voluminosa tomando las proporciones de un largo túnel iluminado que los
conducen hacia aquella mansión encantada. Es un día de fiesta y los invitados
son ellos y otros dos niños más. Se ha preparado una gran matinée con
sombreritos y mascarillas de papel colorido y picado. Todos los niños alrededor
de una gran mesa y cada quién dueño de su plato en el cual lleva grabado e
inmortalizado sus nombres.
José Luis está
feliz porque puede reconocer a José Félix y a José La Rosa con sus alas de
ángeles sentados frente a él. Unos caballeros fuertes, altivos y elegantes le
sirven un pedazo de torta y le llenan los vasos con chicha morada. Unas señoras
traen unas fuentes llenas de chocolates, mazamorras y golosinas a por doquier y
los ordenan cuidadosamente sobre la mesa y luego sonrientes los reparten entre
los invitados. Otros niños tímidos y muy distintos a ellos no se desprenden de
las faldas de sus madres, las anfitrionas.
En la otra sala un
coro de niños y de niñas uniformados cantan la canción de todas las mañanitas.
Indudablemente,
María Jesús y mis tres hermanos estaban siendo agasajados por una corte
especial de individuos que habían ido ocupando un espacio importante en la
parte trasera de la casa desde que mi padre y mi madre nos inculcaran el amor y
cariño por todas las aves y animales de nuestro corral.
Cuantos sustos y
tanta fiebre en las madrugadas frías les daban María Jesús a mis padres y
hermanos. Cuantas idas y venidas al hospital para sacarla de la gravedad de sus
males que le aquejaban en un día cualquiera; pero que gran alivio verle de
nuevo entre nosotros jugando con sus muñecas que peinaba hasta dejarlas
pelonas, que las vestía recortando papel de revistas y de regalo. En verdad,
María Jesús era un angelito venido del cielo que nos había prestado Dios sin
que nosotros lo supiéramos.
Cuando había
crecido lo suficiente, se unió a los diez para compartir junto a ellos los
mismos horarios de almorzar y de cenar en la gran mesa del comedor donde en la
parte central de la pared el corazón de Jesús acompañaba y bendecía el
comensal. Cada miembro por usos y costumbres tenían su propio plato y nadie por
ninguna razón podía tocar el ajeno porque era motivo de riñas y conflictos. No
sé porque se instituyó en casa esta norma tan ridícula de propiedad entre mis
hermanos, peor aun cuando un primito venido de visita se le invitaba a comer y
se le servía en vuestros platos; los celos estallaban en una ridícula pataleta
de José Luis y María Jesús quienes no aceptaban el uso de sus vajillas por
otras personas que no fueran ellas mismas.
Esto también
sucedía en los sitios que ocupaban cada uno en la mesa. Nadie podía ocupar un
lugar que no le correspondía, nadie. Y en esa correspondencia, los platos se
distribuían teniendo en cuenta el lugar de cada quien. No podía haber
equivocaciones…aunque a veces Margarita o Victoria provocaban el conflicto por
indicación de Augusto o de Pedro o de Fernando para fomentar el desorden de
puro gusto, pero no de mala fe.
Se armaba el
pleito, los insultos y los sobrenombres a la hora de comer…entonces era el
momento de poner orden y disciplina en la mesa y era mi madre quién se
encargaba de ello con el infalible chicote bautizado con el nombre de fray Martincito
que tomaba en una mano. No era necesario el castigo físico, sólo bastaba el
acercamiento del santo para convertir el comensal en un lugar sacro y
silencioso.
El mes de agosto es
el mes de los vientos fuertes y del frío. Sus días se prolongan con los
desesperados cuidados que se tienen a los niños y ancianos que sufren sus
consecuencias, muchas veces devastadoras y funestas.
En ese mes, los
niños acompañados de sus padres o hermanos mayores sacan sus cometas recién
hechas en casa y las lanzan al viento para hacerlas volar. El cielo se cubre de
barriletes, de barquitos, de cruces, de corazones, de círculos, de ángeles, de
palomas, de águilas…en fin de fantasía con rabo tiradas por una cuerda.
Es José Luis el
niño más feliz con su cometa que alcanza mucha altura como queriendo llegar
hasta las estrellas. María Jesús no le pierde de vista y sonríe sentadita sobre
un tronco de madera. Ella sonríe y aplaude la hazaña de una cometa que no tiene
quien le haga competencia porque es resistente a los fuertes vientos, porque
parte de ella vuela en el centro de aquella cometa que de repente… se desmorona
y amenaza con caerse estrepitosamente sobre los campos de algodón que son los
brazos de mi madre que corre desesperadamente y llora su dolor hacia el
hospital San Juan de Dios. Corre, mi madre corre llevando a María Jesús que
está muy mal, muy mal….
Ella, no volverá
nunca más a sonreír y a pelearse con José Luis porque una bronconeumonía
fulminante la arrancaría de nuestras cuerdas, las manos de nuestras vidas…
Nunca más aquel
bello angelito estaría compartiendo la extensa mesa familiar donde cabían uno,
donde cabían cien…
Han volado muchas
cometas en agosto desde entonces y la mesa está servida. Un plato de porcelana
de colores vistosos y colorido yace vacío sobre ella. Es el plato que yo quise
coger con los años, sin saber que aquel, era el plato viudo y que le pertenecía
a su fiel y único amor que murió un ocho de setiembre, día de fiesta
provincial, de juegos y algarabía general, elevándose hacia el cielo de donde
nos llegó prestadita un veinticuatro de diciembre.
Se elevó como
aquella cometa que fuera lanzada a los vientos por mi hermano José Luis,
llevándose su tierna sonrisa prendida en aquel juguete, divinamente infantil y
maravilloso.
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