miércoles, 6 de mayo de 2020

CÉSAR CASAS AQUIJE: MARÍA JESÚS Y EL PLATO VIUDO









CÉSAR CASAS AQUIJE

MARÍA JESÚS Y EL PLATO VIUDO

No sé porque extraña razón aquel plato de porcelana de colores vistosos y llamativos ejercía sobre mí una poderosa atracción, imposible evitar observarle desde mi altura de niño de cuatro años. Permanecía dentro de la alacena del comedor de mi casa sin que ninguno de mis diez hermanos lo cogiera para ponerlo en la mesa a la hora de comer. Sencillamente estaba allí como un objeto sagrado que no se podía tocar.

Debo confesar, que muchas veces me vi tentado de subirme en la silla de palo para tratar de alcanzarlo y tomarlo, pero mis tentativas fueron inmediatamente desautorizadas por el grito oportuno de mi madre. Estuve a punto de caerme tantas veces de la silla al pretender agarrarlo y al verme sorprendido en mi reiterada travesura.

Lloraba, pataleaba, gritaba, me escurría entre los brazos opresores de quien evitaba que fuera por aquel plato que ejercía sobre mí una atracción realmente indescriptible, hasta que más tarde supe la historia de aquel triste episodio familiar que removió los cimientos de una vida apacible y alegre de una familia que había abandonado el campo de “Los Molinos” para venirse a vivir a la casa de “La playa” muy cerca al mar y al puerto, donde mi padre Roberto empezaría a trabajar como estibador; dejando atrás las jornadas interminables de las cañadas, los frutales y los ganados.

María Jesús había nacido bajo la protección de un reverdecido parral de uvas que extendía sus ramas y racimos sobre el techo de la sencilla alcoba de mis padres.
Vino al mundo en Noche Buena y en vez pastores, ovejas y borricos, estaba rodeada y venerada por mis hermanos que la miraban sorprendidos hasta las orejas, al verla tan linda y agraciada e iluminaba como una luz resplandeciente el hogar de los “Casitas”.

No eran necesarias las lámparas a kerosene prendidas en un clavo en las columnas de palo de las habitaciones adyacentes; bastaba ella con su llanto, con sus manitas y piernecitas delicadas, con el brillo de su escaso pelo claro; con el mandil blanco de la señorita “Julia” que había asistido el parto. Los gallos de pelea cantaban sin cesar el nacimiento de un nuevo miembro que engrosaba la fila de un contingente familiar amorosamente numeroso.

Tal estampa descrita parece tan conocida y tan común en una familia creyente y cristiana de extracto pobre, sin embargo, el hecho de haber nacido en las vísperas de la natividad del niño Dios no justificaba una celebración muy especial en el caso de María Jesús. Su nacimiento se había pronosticado mucho antes, posiblemente coincidiendo con el cumpleaños de mi progenitor.

Una semana antes la casa estaba preparada para recibir a la familia y amigos de mi padre que cumplía cuarenta años. Mi madre no dejaba de hacer cosas a pesar de su estado grávido. La cocina era un ir y venir de mujeres y de ollas. El fogón ardía como nunca. El olor de la sopa seca y la carapulcra con carne de cerdo y de pollo se propagaba por toda la casa. Las botijas de vino aguardaban debajo de una mesa improvisada por un tablero largo sostenido sobre un par de caballetes de rústica madera. Se esperaba mucha gente y era preciso arreglar la amplia sala y poner tantas sillas como fuera posible. Mi padre anticipadamente había dado instrucciones a mis hermanos para que esas sillas de palo fueran pintadas y se vieran como nuevas y decentes para la ocasión.

Y así fue. A Roberto Casas lo esperaban los invitados en el salón. Él se aproximó lentamente vistiendo su terno beige y sombrero blanco, llevando a mi madre tomada de su brazo que también relucía rebosante de felicidad con un vestido de seda azulado con tonos floreados, donde se podía apreciar su fatigada maternidad. Su barriga estaba enorme y por momentos se tomaba el vientre sintiendo los movimientos y las pataditas de María Jesús que apuraba por nacer. Ella pronto se mecería y arrullaría en su regazo natural con los acordes de un “Claro de luna” que brotaban de las cuerdas de una criolla guitarra tocada por el tío Alberto Casas, hermano mayor de mi padre.

Había cumplido cuarenta años y estaba a punto de ser padre de su undécimo hijo. Se sentía fuerte entonces para encarar, cubrir y mantener a su numerosa familia. El trabajo en el puerto le brindaba la estabilidad económica y emocional que requería para llevar a cabo la realización de sus sueños y sus proyectos. La casa se tendría que reconstruir paso a paso a medida cómo se presentaban los ingresos y los ahorros casi nunca habidos.

María Jesús había nacido muy pequeña con la fragilidad y ternura de una flor. Enfermiza hasta el extremo que se evitaba que estuviera apostada bajo la sombra del parral para que no pescara ni un solo resfriado. Sin embargo, contraponía su aguda fragilidad física con la gracia de una niña inquieta, traviesa, habladora, feliz, que corre y juega a su libre albedrío.

Es una criatura que va descubriendo un mundo paralelo y fantástico que la envuelve y se apodera completamente de ella y de sus sentidos. Observa, escucha y entiende el lenguaje de las aves y animales del corral que se están criando en la parte trasera de la casa, junto al huerto donde florece el granado y el parral de uvas. José Luis es dos años mayor y ambos juegan a esconderse dentro de los cuartos contiguos donde se guardan los granos y comida de las aves, las herramientas, los enseres y equipos de trabajo que mi padre Roberto usa para arreglar cosas en la casa, cultivar el huerto y organizar los gallineros.

Son esas las circunstancias donde se desprende el mundo mágico de María Jesús, y con una mirada risueña y de complicidad hacia José Luis, se asoman cautelosamente hacia esa luz que entra por el tejado, y que cada vez se hace más intensa y voluminosa tomando las proporciones de un largo túnel iluminado que los conducen hacia aquella mansión encantada. Es un día de fiesta y los invitados son ellos y otros dos niños más. Se ha preparado una gran matinée con sombreritos y mascarillas de papel colorido y picado. Todos los niños alrededor de una gran mesa y cada quién dueño de su plato en el cual lleva grabado e inmortalizado sus nombres.

José Luis está feliz porque puede reconocer a José Félix y a José La Rosa con sus alas de ángeles sentados frente a él. Unos caballeros fuertes, altivos y elegantes le sirven un pedazo de torta y le llenan los vasos con chicha morada. Unas señoras traen unas fuentes llenas de chocolates, mazamorras y golosinas a por doquier y los ordenan cuidadosamente sobre la mesa y luego sonrientes los reparten entre los invitados. Otros niños tímidos y muy distintos a ellos no se desprenden de las faldas de sus madres, las anfitrionas.
En la otra sala un coro de niños y de niñas uniformados cantan la canción de todas las mañanitas.

Indudablemente, María Jesús y mis tres hermanos estaban siendo agasajados por una corte especial de individuos que habían ido ocupando un espacio importante en la parte trasera de la casa desde que mi padre y mi madre nos inculcaran el amor y cariño por todas las aves y animales de nuestro corral.
Cuantos sustos y tanta fiebre en las madrugadas frías les daban María Jesús a mis padres y hermanos. Cuantas idas y venidas al hospital para sacarla de la gravedad de sus males que le aquejaban en un día cualquiera; pero que gran alivio verle de nuevo entre nosotros jugando con sus muñecas que peinaba hasta dejarlas pelonas, que las vestía recortando papel de revistas y de regalo. En verdad, María Jesús era un angelito venido del cielo que nos había prestado Dios sin que nosotros lo supiéramos.

Cuando había crecido lo suficiente, se unió a los diez para compartir junto a ellos los mismos horarios de almorzar y de cenar en la gran mesa del comedor donde en la parte central de la pared el corazón de Jesús acompañaba y bendecía el comensal. Cada miembro por usos y costumbres tenían su propio plato y nadie por ninguna razón podía tocar el ajeno porque era motivo de riñas y conflictos. No sé porque se instituyó en casa esta norma tan ridícula de propiedad entre mis hermanos, peor aun cuando un primito venido de visita se le invitaba a comer y se le servía en vuestros platos; los celos estallaban en una ridícula pataleta de José Luis y María Jesús quienes no aceptaban el uso de sus vajillas por otras personas que no fueran ellas mismas.

Esto también sucedía en los sitios que ocupaban cada uno en la mesa. Nadie podía ocupar un lugar que no le correspondía, nadie. Y en esa correspondencia, los platos se distribuían teniendo en cuenta el lugar de cada quien. No podía haber equivocaciones…aunque a veces Margarita o Victoria provocaban el conflicto por indicación de Augusto o de Pedro o de Fernando para fomentar el desorden de puro gusto, pero no de mala fe.

Se armaba el pleito, los insultos y los sobrenombres a la hora de comer…entonces era el momento de poner orden y disciplina en la mesa y era mi madre quién se encargaba de ello con el infalible chicote bautizado con el nombre de fray Martincito que tomaba en una mano. No era necesario el castigo físico, sólo bastaba el acercamiento del santo para convertir el comensal en un lugar sacro y silencioso.

El mes de agosto es el mes de los vientos fuertes y del frío. Sus días se prolongan con los desesperados cuidados que se tienen a los niños y ancianos que sufren sus consecuencias, muchas veces devastadoras y funestas.
En ese mes, los niños acompañados de sus padres o hermanos mayores sacan sus cometas recién hechas en casa y las lanzan al viento para hacerlas volar. El cielo se cubre de barriletes, de barquitos, de cruces, de corazones, de círculos, de ángeles, de palomas, de águilas…en fin de fantasía con rabo tiradas por una cuerda.

Es José Luis el niño más feliz con su cometa que alcanza mucha altura como queriendo llegar hasta las estrellas. María Jesús no le pierde de vista y sonríe sentadita sobre un tronco de madera. Ella sonríe y aplaude la hazaña de una cometa que no tiene quien le haga competencia porque es resistente a los fuertes vientos, porque parte de ella vuela en el centro de aquella cometa que de repente… se desmorona y amenaza con caerse estrepitosamente sobre los campos de algodón que son los brazos de mi madre que corre desesperadamente y llora su dolor hacia el hospital San Juan de Dios. Corre, mi madre corre llevando a María Jesús que está muy mal, muy mal….

Ella, no volverá nunca más a sonreír y a pelearse con José Luis porque una bronconeumonía fulminante la arrancaría de nuestras cuerdas, las manos de nuestras vidas…

Nunca más aquel bello angelito estaría compartiendo la extensa mesa familiar donde cabían uno, donde cabían cien…

Han volado muchas cometas en agosto desde entonces y la mesa está servida. Un plato de porcelana de colores vistosos y colorido yace vacío sobre ella. Es el plato que yo quise coger con los años, sin saber que aquel, era el plato viudo y que le pertenecía a su fiel y único amor que murió un ocho de setiembre, día de fiesta provincial, de juegos y algarabía general, elevándose hacia el cielo de donde nos llegó prestadita un veinticuatro de diciembre.

Se elevó como aquella cometa que fuera lanzada a los vientos por mi hermano José Luis, llevándose su tierna sonrisa prendida en aquel juguete, divinamente infantil y maravilloso.


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