“Dios es aquello de lo que nada mejor se
puede pensar…”
“Yo también soy un submarino de la
luz…”
R.S.B.
Hace mucho,
muchísimo tiempo que no demoraba tanto, que no vacilaba tanto, ante un libro de
poemas, al que me había propuesto, de todos modos, reseñar. No obstante que, por exquisita
gentileza de su autor, fui uno de los privilegiados en recibir, vía correo electrónico, y cuando aún
estaba en prensa, el volumen que, finalmente, ha impreso “Ediciones-Copé, de Petro Perú”, en
su Colección de Obras ganadoras de la
XVII Bienal de Poesía, “Premio Copé, de Bronce, 2015.
Independientemente
de mi opinión –discrepante, por cierto- de un fallo (por otro lado, todos los
fallos son cuestionables-), en este caso, la altísima y singular calidad del
texto –absolutamente insólito en el poetizar, no solo nacional sino en nuestra
lengua- merecían otra ubicación o, por qué no, el Primer Premio.
Prooémium Mortis es, sin ninguna duda,
una rara avis en la poética ad usum, y su autor –lirida, traductor,
editor- nos ha entregado una presea que, difícilmente, tiene parangón.
RSB (Lima,
1957), antes, en poesía, había publicado
Singladuras, Pértigas, Luces de talud, Nostos, El revés y la fuga, Suzuki Blues
–los tres últimos recogidos en Trípode
(2010), textos, todos, donde la originalidad lo tipifica como alguien fuera de
serie –de generaciones, degeneraciones- y estilos de nuestro panorama lírico.
Amén de lo
anterior, en 1988, él obtuvo el Primer Premio en el reconocido concurso “El cuento de las mil palabras”, del
Semanario Caretas. Asimismo, dirige
la editorial “Nido de cuervos” (donde ha
publicado traducciones que son verdaderas
preseas) amén de las revistas Evohé
y Fórnix. Aunque, quizá algunos
solo lo conozcan porque es director del prestigioso Festival
Internacional de Poesía de Lima (FIPLIMA), que acaba de cumplirse con todo
éxito.
El presente
volumen, de lectura ciertamente trabajosa, es una inmersión en temas de Dios,
el tiempo, la vida y la muerte, donde destacan, especialmente, las deliberadas
definiciones o indefiniciones de la divinidad, cuya exégesis se intenta,
inútilmente –a priori- con un tono
lírico absolutamente inusual en la poesía peruana y en la creación de los
tiempos que corren.
No hallo –
posición de Juan Carlos Mestre- parentesco con Moro ni con el autor de Masa: Sandoval busca su propio sendero,
el mismo que, por ejemplo, se halla en su empecinada prosecución del Dios que
ilumina este poemario y, a la vez, le da oscuridad:
“Pero ya lo sé, lento es el sentido
de la carne, mientras que tú rezumas solo potencia, voluntad y siempre y nada
más que sabiduría. Tu reino en efecto no es de este mundo. ¿Qué podría atraerte
de este páramo donde no crecen el mito ni una historia que alguna vez merezca
ser contada? Así de lento, pues, el sentido de la carne, y esto es así porque
justo ese es su sentido. Puede ser que baste para el objeto que haya sido
hecho, pero no para no retener el viento que corre de un lado a otro sin saber
por qué corre ni por dónde. Porque en tu palabra, es decir, en tu silencio, que
ya nadie escucha, el sentido es –Agostino dixit-
`desde aquí, hasta aquí´”.
Sandoval, empecinado, busca, persigue, y no deja de llevarnos
de la mano, ¿adónde? Solo lo sabremos si proseguimos en la inmersión en este
fondo sin fondo, en esta su melopea, absolutamente original en la poética ad usum, y no solo en nuestro panorama literario,
ni siquiera en el de nuestra lengua:
Dios es pensamiento tan solo de sí mismo. y no recibe predicado alguno:
“Entonces, siendo tan inasible e
impredicable, ¿cómo podrá alguna vez vislumbrarte y mucho menos asirte con la
fe demente? Desatino total el mío ese de echarme a andar tras el rastro de
quien no tiene rostro, pies, sacro, vómer, mal aliento, pero tampoco paso,
incienso, sombra o algún amago de destino. Mi orfandad se parece a la tuya, esa
de la que nada mayor pueda pensarse y que por ser así es de máxima realidad y
potencia pura, el deliquio de cualquier límite, la rosa de los vientos
encallada en el vacío, luz muerta y exabrupta
en los archivos de una historia que se resiste a ser referida. //Y pese a ello
allí estaba él, con el odio en ristre, la rabia desenvainada al otro lado del
periódico, la habitación siempre en penumbra por más que el sol pugnara por
entrar en ella en un verano que nunca tuvo un nombre…”
Soy quien no solo lee, sino paladea
lo que merece ser paladeado; soy un perseguidor de la riqueza del verbo
–recordemos que el maestro Mallarmé dijo que la poesía se hace “con palabras”: ergo, la riqueza verbal de un creador
es, para este comentarista, una prueba inobjetable de su calidad, de su
carácter paradigmático (y, de paso, anotamos que nuestra poesía no es
precisamente pródiga en lo anterior…)
Pero este volumen es una fiesta
interminable de la palabra, un muestrario del joyel que nuestro autor maneja,
en todos y cada uno de sus libros.
No cae en la hipérbole Ricardo
González Vigil cuando, sin empacho alguno, escribe: “Me atrevo a afirmar que
(PM) es uno de los mejores poemarios publicados en esta década, no solo en el
Perú, sino en el ámbito entero de la lengua española” (Caretas octubre 27, 2016).
Toda una interpelación a Dios, amén
de un rigoroso examen de conciencia que resulta insólito en la poesía de los
días que corren, y que, por decir algo, nos conducirían a los meandros de los
textos de los místicos, pero todo planteado con un lenguaje sui generis –con presencia de no pocos
coloquialismos que, en insólita melànge,
comparte renglones, párrafos con
arrebatos conducentes a desconcertar al
lector, que no resulta otro que un sorprendido que se asoma al cráter alucinado
de un volcán donde confluyen voces y discursos de grandes poetas de todos los
tiempos, amén de inmersiones en vericuetos que sólo el autor sabe adónde
conducen (si es que conducen a algún destino final: que sería el de aprehender
el rastro de un esquivo dios, leit motiv,
en fin, de este poemario, no para leer sino para, permanentemente, ir
decodificando).
Porque, lo afirmamos, en cada lectura
usted habrá de encontrar otro vericueto, totalmente distinto al que,
anteriormente, creía haber, por fin, develado.
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