Las propuestas de revolución socialista y
derechos sociales han ocupado posiciones antagónicas a lo largo de unos ciento
cincuenta años, interpoladas por ciertos momentos de conciliación.
¿Cuál ha sido la razón de ser de este
enfrentamiento?
Noción de
derechos sociales
La expresión derechos sociales indica el conjunto
de pagos, bienes, servicios y facultades atribuidos a los trabajadores y sus
familias como beneficios adicionales a la remuneración y limitaciones a la
duración del trabajo. Con este significado han sido incorporados en las
declaraciones internacionales de derechos humanos con un nivel semejante al de
los derechos civiles y políticos —Declaración Universal de Derechos Humanos
(1948), Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales
(1966) y Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969)— y están incluidos
también con diversos alcances en las constituciones políticas de numerosos
países.
Sus ámbitos legales son: a) la normativa laboral,
rectora de las relaciones entre empleadores y trabajadores determinadas por la
ejecución del trabajo; b) la normativa de seguridad social, destinada a la cobertura
de los riesgos sociales de enfermedad, accidentes comunes, maternidad, vejez, cargas
familiares, accidentes de trabajo y enfermedades profesionales; y c) la
normativa social, en general, para la atención de las necesidades de vivienda, transporte,
entretenimiento, vacaciones y otras.
El costo de los derechos sociales, pagado
directamente al trabajador o entregado a las entidades de seguridad social o al
Estado, es un gasto o inversión en fuerza de trabajo que se transfiere al
precio de los bienes y servicios ofrecidos en el mercado, conjuntamente con los
gastos en medios de producción y la plusvalía o ganancia. Por lo tanto, en
principio, no afectan el monto de la plusvalía, salvo cuando existe el derecho
a la participación en las utilidades.
Desde las primeras décadas el siglo XX, los
derechos sociales comenzaron a alcanzar una significación relevante. Su
expansión y configuración, tal como son ahora en la mayor parte de países con
economía de mercado o capitalista, advinieron luego de la Segunda Guerra
Mundial como un efecto social de ésta.
Ideas básicas
de Carlos Marx sobre el capital, el trabajo, la plusvalía, y la revolución
Cuando Carlos Marx y Federico Engels formularon su
ideología, en la segunda mitad del siglo XIX, no existían derechos sociales. La
explotación de los obreros era ilimitada. La duración del trabajo y el monto de
la remuneración se determinaban por la oferta y la demanda; y, como la oferta
de fuerza de trabajo superaba la cantidad de puestos de trabajo, los
capitalistas imponían sus condiciones. Los trabajadores las aceptaban por la
necesidad de percibir un ingreso económico. Su ignorancia y rivalidad por
acceder al empleo obstaculizaban la percepción de su enorme fuerza social si se
unían.
La teorización de Marx (Crítica de la Economía Política, Trabajo asalariado y capital, El
Capital) comenzó con la descripción de esta sociedad y su mecanismo
estructural.
Marx constató que el trabajo es la fuente de
cuanta realización humana existe, y sobre esta base enunció sus afirmaciones
esenciales que pueden concretizarse en las siguientes:
1º.- Los bienes necesarios para la producción y
el consumo son el resultado del trabajo humano.
2º.- Las herramientas, máquinas, construcciones,
materias primas y otros bienes necesarios para la producción, que él denominó
medios de producción, son cosas inanimadas, trabajo pasado acumulado, incapaces
de funcionar y transformarse por sí mismas. El capital, como poder adquisitivo
que permite adquirirlos, sigue la misma suerte: es inerte sin el trabajo.
3º.- El trabajo aplicado a los medios de
producción transfiere a los bienes resultantes el valor de los medios de
producción y de la propia fuerza de trabajo y crea, además, un nuevo valor o
plusvalía. Estos bienes con un valor de uso o utilidad y un valor de cambio se
denominan mercancías por estar destinados al mercado. Al venderlos, el
productor o capitalista recupera su valor de cambio.
4º.- Los capitalistas se apoderan de la
plusvalía, porque el orden jurídico —superestructura surgida para asegurar la
estructura económica con el respaldo de la fuerza— los considera propietarios
del capital empleado en la producción y, en consecuencia, los titulariza como organizadores
de la producción y dueños de las mercancías resultantes. A los trabajadores
sólo les pagan la remuneración que compensa apenas el desgaste de su fuerza de
trabajo. La plusvalía acumulada es el capital.
El fin de la explotación de los trabajadores o
del apoderamiento de la plusvalía por los capitalistas sólo podía advenir, para
Carlos Marx, con una revolución que diese paso a la expropiación de los medios
de producción a los capitalistas y el establecimiento de una sociedad
socialista caracterizada por la propiedad social de los medios de producción, como
primera etapa del tránsito hacia el comunismo. La revolución social sería el
salto cualitativo hacia el cual marcha la estructura económica constituida por la
clase capitalista y la clase obrera, como términos opuestos.
Las ideas de Marx fueron asumidas en Europa por muchos
intelectuales y los dirigentes más ilustrados de los trabajadores. Su
consecuencia inmediata fue la organización de la Primera Internacional en 1864,
como un centro de difusión ideológica y de debate de las tareas que surgían
para los dirigentes sindicales y políticos de la clase obrera.
Oposición
entre revolución y derechos sociales
Uno de los temas que marcaría, imperceptiblemente
aún en esos primeros momentos, el comienzo de una división entre los ideólogos
y dirigentes marxistas fue el planteamiento de la lucha por la jornada de
trabajo de ocho horas, que compartían con el anarquismo. Su conquista, mediante
normas estatales, implicaba que la mejora de la condición obrera podía acaecer
por una campaña de los trabajadores en la sociedad capitalista en la forma de
manifestaciones, peticiones, huelgas y otras acciones antes de llegar a una
revolución socialista.
La creación del Partido Obrero Socialista de Alemania
por la unión del Partido Obrero Socialdemócrata, dirigido por August Bebel y
Wilhelm Liebknecht, y de la Asociación General de Obreros Alemanes, cuyo líder
era Ferdinand Lassalle, en la localidad de Gotha, en mayo de 1875, acentuó la
brecha entre las ideas de Marx y una vía reformista, que suponía la
participación de los socialistas en la dirección del Estado por elecciones.
Marx lo hizo notar en su Crítica del
Programa de Gotha, al que consideró una concesión a las propuestas reformistas
de Lassalle.
El nuevo partido intervino en las elecciones de
1877, alcanzando 493,000 votos y nueve diputados. Un año después, los demás
miembros del parlamento, representantes de los partidos burgueses, aprobaron
una ley de represión de los socialistas y desaforaron a los representantes de
éstos, acatando las disposiciones del canciller Bismarck.
Sin embargo, la mayor parte de teóricos del
Partido Socialdemócrata Alemán, denominación adoptada por el Partido Obrero
Socialista, y de otros grupos afiliados a la Segunda Internacional, insistieron
en preconizar la vía electoral y las reformas sociales. Derogada la ley
represiva en 1890, los socialistas obtuvieron 1’400,00 votos y treinta y cinco
diputados en las elecciones de ese año. En los demás países europeos se
organizaron también partidos socialistas, según el modelo alemán. El Partido
Socialdemócrata Alemán obtuvo 110 diputados en las elecciones de 1912, la
cuarta parte del total.
Desde fines del siglo XIX, los ingresos de los
trabajadores aumentaron en Alemania y otros países de Europa occidental y, para
una parte de ellos, comenzó a disiparse la desesperanza en la sociedad
capitalista, al mismo tiempo que aumentaba su temor a los riesgos de la vía
revolucionaria.
La vía
revolucionaria
Las ideas de Carlos Marx, sobre la transición al
socialismo por una revolución, fueron asumidas por Vladimir Ilich Lenin, quien
impulsó la creación de un nuevo partido constituido principalmente por
revolucionarios profesionales, al que llamó Bolchevique, apartándose del
Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en el congreso celebrado por este en
agosto de 1903, en Bruselas y Londres.
Ante sus militantes apareció, sin embargo, la
necesidad de definir una conducta respecto de las reivindicaciones inmediatas
de los trabajadores, que denominaron económicas. La concibieron como un medio
de difusión de su ideología, y de organización y movilización de los
trabajadores mediante las asociaciones sindicales, aunque sin perder de vista
el objetivo central de ir a una revolución socialista. En el Congreso de Amiens
(Francia), celebrado en 1906, las organizaciones políticas y sindicales
socialdemócratas acordaron separar la acción sindical de la acción política de
los trabajadores. Los sindicatos serían organizaciones unitarias destinadas a
la defensa de los derechos e intereses laborales de los obreros. Se abstuvieron
de someterse a este criterio los socialistas de Gran Bretaña, cuyas
organizaciones sindicales (trade unions)
eran bases orgánicas del Partido Laborista. El partido Bolchevique ruso no
estuvo presente en este congreso, pero no pudo dejar de acatar la decisión que
allí se adoptó. La realidad de los obreros rusos era, sin embargo, tan
paupérrima y ajena a toda mejora que la vía revolucionaria se les proyectaba
como la única salida posible para acabar con su explotación.
En julio de 1914 comenzó la Primera Guerra
Mundial. Los partidos de la Socialdemocracia apoyaron a sus gobiernos en uno y
otro lado, y sus representantes en los parlamentos votaron a favor de los
créditos de guerra. En cambio, los bolcheviques y otros grupos afines a ellos se
opusieron a la guerra. Dos años y medio después las matanzas de soldados y
civiles entre los países beligerantes llegaban a más de diez millones y la
miseria arrasaba a los países europeos. En febrero de 1917 estalló una
revolución en Rusia que depuso al Zar y estableció un gobierno de la burguesía.
Pero, contra la opinión de la mayor parte de la población, este gobierno no
buscó la paz. Sin pérdida de tiempo, Lenin, con el pensamiento y la voluntad
firmemente orientados hacia una revolución que arrojase a la burguesía del
control de la economía y del Estado, condujo a su partido a movilizarse entre
los obreros y soldados para detener la intervención de Rusia en la guerra, y
con la participación de una parte creciente de ellos promovió la revolución
socialista del 25 de octubre de 1917 que lo llevó al poder político. De
inmediato, hizo estatizar las empresas y entregar la tierra a los campesinos.
Otra decisión del gobierno revolucionario fue el
establecimiento de la jornada de ocho horas. Los seguros de enfermedad y vejez,
según el modelo alemán de Bismarck, creados por el gobierno zarista, se
extendían a muy pocos obreros. El gobierno los sustituyó al año siguiente por
un sistema general de salud y otro de pensiones para toda la población, medidas
que se aplicarían lentamente por la desorganización de la economía y la guerra
civil.
La vía de la
conciliación con el capitalismo
En Alemania, el Partido Socialdemócrata,
asumiendo la protesta de la mayoría de la población y de los soldados contra la
continuación de su país en la guerra, impulsó también la revolución popular que
derrocó al Kaiser y estableció la república el 9 de noviembre de 1918. Tras
hacerse cargo del gobierno, pidió a las potencias aliadas la terminación de la
guerra, lo que llevó al armisticio del 11 de ese mes en Compiègne, Francia, que
declaró concluida la guerra con la victoria de los aliados.
El partido Socialdemócrata Alemán hubiera podido instaurar
alguna versión de socialismo con el apoyo de la mayor parte de la clase obrera y
de los partidarios de la revolución. Pero se abstuvo de seguir esta vía, atendiendo
a su posición ideológica reformista, y prefirió entenderse con la burguesía. Su
primer paso en esta dirección fue el acuerdo celebrado el 15 de noviembre siguiente
entre Carl Legien, en nombre de las organizaciones sindicales dirigidas por los
socialdemócratas, y Hugo Stinnes y Carl Friedrich von Siemens, en
representación de las organizaciones empresariales, por el cual los empresarios
se comprometían a implantar la jornada de ocho horas y a conceder otras mejoras
a los trabajadores, y los dirigentes sindicales a poner fin a las huelgas
salvajes, garantizar una producción eficiente y mantener la propiedad privada
de las empresas, y ambas partes a resolver sus diferencias por negociación
colectiva. Con este acuerdo se quería además contrarrestar en los trabajadores
alemanes las simpatías por la revolución rusa, cuya propagación el capitalismo
quería evitar. Fue, en realidad, una contrarrevolución. Los espartaquistas,
partidarios de la revolución, replicaron tomando las armas contra el gobierno
socialdemócrata, pero fueron violentamente reprimidos por la policía y el alto
mando del ejército por disposición del gobierno. Luego, este promovió la
elección de una asamblea constituyente que se reunió en la ciudad de Weimar. En
agosto de 1919, esta asamblea, por el voto conjunto de los socialdemócratas y
los representantes de varios partidos de la burguesía, aprobó una constitución política
por la cual se respetaba la propiedad privada y la libertad de contratación, se
preveía la posibilidad de nacionalizar algunas empresas privadas indemnizando a
sus propietarios, se reconocía la libertad sindical y la negociación colectiva,
se creaban los consejos obreros de empresa y territoriales, se abría el camino
hacia la obtención de determinados derechos sociales y se reafirmaba la
organización del Estado como una democracia republicana y representativa,
basada en la igualdad ante la ley. El Partido Socialdemócrata renunciaba así a la
incautación de la plusvalía, la que permanecía como un derecho de los
capitalistas. Confiaba en el acrecentamiento de los derechos sociales por vía
de autoridad y por negociación colectiva. A los capitalistas no les preocupó
mucho el mayor costo de estas mejoras. Esperaban recuperarlo con el mayor
precio de los bienes y servicios, las innovaciones en los medios y
procedimientos de producción y una capacitación mayor de los trabajadores.
Los partidos socialdemócratas de los otros países
europeos, ampliamente mayoritarios frente a los partidarios de la revolución en
sus filas, se alinearon con la posición del Partido Socialdemócrata Alemán.
Una repercusión inmediata del entendimiento entre
la Socialdemocracia y los dirigentes de los países capitalistas que habían
intervenido en la guerra fue la creación de la Organización Internacional del
Trabajo por el Tratado de Versalles, de junio de 1919. Se le organizó como un
gran foro mundial integrado por cuatro representantes de cada Estado: dos del
gobierno, uno de los empleadores y otro de los trabajadores. Se le encargó la
función de adoptar convenios sobre las relaciones laborales y otros aspectos
sociales, que los Estados podían incorporar a su legislación interna. El primer
convenio aprobado ese mismo año tuvo como tema la jornada de ocho horas.
Para el Partido Socialdemócrata Alemán esta era una
vía más dilatada de reformas, justificada con el supuesto de que la sociedad
capitalista no estaba aún preparada para una transición inmediata al
socialismo. A la larga, esta posición se impuso en la confrontación con la vía
revolucionaria en los países con economía capitalista y modeló, con caracteres
básicamente semejantes en todas partes, la manera de ser de la sociedad
capitalista en adelante. Las demás corrientes ideológicas, algunas de las
cuales propugnaban retoques al capitalismo para impedir la eclosión
revolucionaria de los trabajadores, se plegaron a la posición del Partido
Socialdemócrata Alemán y al modelo de sociedad que este había logrado. La
insurgencia del fascismo y del nazismo fue promovida por los grupos
empresariales que rechazaron la afectación de su predominio por el “espíritu de
Weimar”. Para encumbrarse, los dirigentes de ambos movimientos, financiados a
raudales por aquellos, ganaron la adhesión hasta el fanatismo de la mayor parte
de las clases obrera y media, empobrecidas por las crisis y la inflación, y se
hicieron del control absoluto del Estado.
La expansión
de la vía socialista luego de la Segunda Guerra Mundial
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la Unión
Soviética propulsó al establecimiento de regímenes socialistas semejantes al
suyo en los países que había ocupado militarmente. Poco después, en China el
Partido Comunista impuso también este régimen, tras derrotar al ejército nacionalista.
En Indochina sucedió otro tanto tras la derrota del ejército francés en Dien
Bien Phu en 1954 que condujo al establecimiento de un régimen socialista en el
norte de Vietnam. Finalmente, en Cuba se erigió un régimen similar en 1960,
luego de una revolución y una guerra contra una dictadura.
En estos países, el Estado, en posesión de los
medios de producción, organizó la producción y distribuyó la plusvalía entre
gastos de reproducción, gastos de consumo de la población, entre los que se incluían
los de salud, educación, formación profesional, distracción y otros, y privilegios
de los miembros del partido gobernante. Los derechos sociales pagados
directamente a los trabajadores tomaron, por lo general, la forma de incentivos
por rendimiento. La producción, la distribución y el consumo se regían por el
plan económico y social.
El nuevo
pacto social en los países capitalistas europeos
En los demás países europeos se continuó con el
esquema de la Constitución de Weimar, actualizado como un nuevo pacto social
adoptado por los partidos políticos y las organizaciones sociales más
importantes, incluidos los partidos comunistas. Este pacto fue formalizado como
nuevas constituciones políticas.
En el ámbito internacional, el estado de ánimo
reivindicativo de las mayorías sociales en la postguerra, llevó a los Estados
reunidos en las Naciones Unidas a aprobar la Declaración de Derechos Humanos, en
París, en diciembre de 1948. Estos derechos fueron clasificados como civiles,
políticos, sociales y culturales. Correlativamente, la Conferencia de la
Organización Internacional del Trabajo aprobó en junio de 1947 el convenio 81
sobre inspección del trabajo, en junio de 1948 el convenio 87 sobre libertad
sindical, y al año siguiente, el Convenio 98, sobre las garantías de la
libertad sindical y la negociación colectiva. Fueron sus logros más importantes
en materia laboral.
En consecuencia, en los países capitalistas, la
propiedad de los medios de producción y la plusvalía permanecieron en poder de
los capitalistas, si bien el Estado recibió en mayor o menor grado la facultad
de tomar una parte creciente de esta, valiéndose del impuesto a la renta, y de limitar
la libertad de contratación y la propiedad privada. Se llegaba de este modo a
un capitalismo reformado o regulado que recibió la denominación de Economía
Social de Mercado o Estado de Bienestar.
La situación de las clases trabajadoras mejoró
progresivamente por la generalización y eficiencia de los seguros sociales, la
elevación de sus ingresos, la mayor oferta de bienes y servicios de precio
relativamente reducido, la reducción de la duración del trabajo diario y
semanal, el disfrute de vacaciones anuales de una duración cada vez mayor y la
propia garantía de la vigencia del pacto social. En muchos aspectos, su
condición fue mejor que la de los trabajadores de los países socialistas. El
progreso social en los países con economía de mercado más desarrollados se
reflejó en las cifras de distribución del ingreso nacional. En la década del
ochenta del siglo pasado, la participación de las clases trabajadoras en la
renta nacional se situó entre el 70% y el 80% en Europa y América del Norte.
Sólo en el Perú, se entregó una parte de la
plusvalía directamente a los trabajadores durante el gobierno del general Juan
Velasco Alvarado surgido de una revolución militar (1968 a 1975). Se les
concedió una participación en las utilidades como ingreso de libre disposición
(del 5% al 10%), y para constituir un fondo a invertirse en acciones de las
empresas en las que trabajaban (del 8% al 15%), en ambos casos según el sector
económico de cada empresa. Les confirió, asimismo, la estabilidad en el trabajo
y otros derechos de gran importancia.
De manera general en los países capitalistas, la
idea de una revolución social para instaurar el socialismo fue desechada o
relegada a un futuro de realización incierta por los trabajadores y los
partidos comunistas y otros de izquierda, excepto por algunos grupos con mínima
raigambre popular empeñados en un cambio radical de la sociedad, aunque sin exponer
el tipo de sociedad que deseaban instaurar.
La ofensiva
neoliberal contra los derechos sociales
La reacción contra este esquema de desarrollo
provino de ciertos ideólogos del capitalismo: el avance de los derechos
sociales debía ser detenido —clamaron. Friedrich von Hayek en Londres (The Road to Serfdom: Camino de servidumbre, 1944) y Milton
Friedman en Wisconsin (Capitalism and
Freedom: Capitalismo y Libertad, 1962) abogaron por el retorno al
liberalismo económico de Adam Smith y la desactivación de la participación
estatal en el otorgamiento y resguardo de los derechos sociales. Ambos fueron
galardonados con el Premio Nobel de Economía en 1974 y 1976, respectivamente.
A comienzos de la década del setenta, algunos de los
más grandes propietarios de empresas de los países capitalistas y ciertos
profesores universitarios y políticos de derecha se reunieron en Monte
Peregrino (Suiza) para delinear un plan de acción. Poco después constituyeron
la llamada Comisión Trilateral, financiada por el Chase Manhatan Bank. Cuando
su proyecto estuvo listo, lo lanzaron como neoliberalismo. Sus primeros
ejecutores en los países capitalistas de mayor desarrollo fueron Ronald Reagan
en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, en la década del ochenta.
Ambos gobiernos confiaron una parte de la ejecución de su política económica para
los países del Tercer Mundo al Fondo Monetario Internacional y al Banco
Mundial.
En el campo social, el neoliberalismo, tomando la
denominación de “flexibilidad”, adujo que las relaciones laborales se habían
tornado rígidas por los derechos sociales y que, en consecuencia, se les debía
flexibilizar, reduciéndolos. Muchos profesores de Derecho del Trabajo, que
habían defendido la función protectora de los trabajadores de este derecho, se
dejaron seducir y se convirtieron en apóstoles desembozados o vergonzantes de
la flexibilidad. En América Latina esta corriente fue impuesta con las sangrientas
dictaduras establecidas en la década del setenta en Argentina, Bolivia, Brasil,
Chile, Paraguay y Uruguay, y prosiguió en la década del noventa en casi todos
los países de América Latina con gobiernos civiles constituidos, por lo
general, por el voto mayoritario de los mismos trabajadores.
En el Perú, en la década del noventa, el gobierno
de Fujimori erosionó radicalmente los derechos sociales reduciendo las remuneraciones,
eliminando la participación patrimonial de los trabajadores en las empresas, alargando
la duración del trabajo, dejando sin efecto la estabilidad en el empleo, limitando
o desconociendo la libertad sindical y la negociación colectiva, disminuyendo
la protección de la seguridad social y precarizando, en general, la condición
de los trabajadores.
Obviamente las ganancias de los empresarios aumentaron.
Esa escalada ha continuado en el Perú durante los
períodos de Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala. Los grupos
capitalistas más fuertes siguieron dictando las medidas económicas y sociales a
través de ellos y sus partidos políticos, y estimulando la corrupción. Sus
leyes concernientes a los trabajadores de la pequeña y la microempresa, y del
campo redujeron a la mitad las gratificaciones anuales, la compensación por
tiempo de servicios, las vacaciones y la indemnización por despido arbitrario y
atacaron otros aspectos de las relaciones laborales de la mayor parte de trabajadores
dependientes. Sólo pudo ser recuperada la estabilidad en el trabajo por una
sentencia del Tribunal Constitucional en 2003
En Europa y otros países capitalistas altamente
desarrollados, la ofensiva neoliberal estuvo a cargo de los partidos conservadores
y socialistas, llegados al poder político contradictoriamente por el voto de
una gran parte de trabajadores. Para la derecha de los partidos socialistas se
cerraba así su ciclo reformista. Contrariamente, la acción de los partidos
comunistas fue absorbida casi totalmente por la defensa de los derechos e
intereses de los trabajadores dentro del sistema capitalista, muy lejos de la
idea de revolución. En 1991, el Partido Comunista Italiano, uno de los más
fuertes e influyentes en los países capitalistas, fue disuelto en un congreso. Había
sido creado en 1921 para hacer la revolución. Descartada esta, la mayoría de sus
dirigentes consideraron que su existencia era un contrasentido.
Pese a haber sido la campaña neoliberal europea contra
los derechos sociales menos brutal por la resistencia de los trabajadores, tuvo
como resultado una disminución de la participación de los trabajadores en el
ingreso nacional, que se sitúa ahora entre el 50% y el 65%.
Una gran
tarea ideológica
A pesar de este retroceso, las mayorías sociales,
y entre ellas la mayor parte de trabajadores de los países con economía
capitalista, no estiman que haya de acudirse a una revolución social. Por lo
menos, no todavía. Con la desaparición de los gobiernos socialistas del Este
europeo, a fines de la década del ochenta y comienzos de la del noventa, ha perecido
la predilección por ese modelo económico y social en la mayoría de trabajadores
e intelectuales que creían en él.
Algunos simpatizantes del marxismo se resisten, sin
embargo, a abandonar su permanencia conceptual en la sociedad rusa y sus
conflictos como fueron hace cien años, dominados por placenteros hábitos
emocionales, su adoración de ideas que germinaron para esa realidad o por pereza
intelectual. La faz trágica de su anclaje en el pasado es la inútil inmolación
de los más obsesionados por tales ideas, y de sus víctimas.
Con revolución o sin ella, las sociedades no podrían
prescindir ahora de los derechos sociales y otros derechos humanos. Son
elementos constitutivos de la estructura económica aportados por la evolución
económica, social y política.
Pero el advenimiento de una sociedad socialista,
compatible con el estado de desarrollo material y cultural de nuestro tiempo y
ajena a las deficiencias y abusos de las experiencias fallidas de los regímenes
socialistas extinguidos, está aún por definirse. La posibilidad de llegar a
ella no se sustenta sólo en las condiciones materiales, sino también en la
acción de las clases trabajadoras que, como parte de la estructura económica
capitalista, conforman uno de los términos en la contradicción dialéctica
fundamental de esta sociedad. Esa acción podría desencadenarse a partir de la
percepción nítida por los trabajadores de que los empresarios al infringir radicalmente el pacto social con
su política de desregulación y precarización de la situación económica, social
y cultural de aquellos, los desobligan de atenerse a él.
La generalización de la necesidad de un cambio
cualitativo de la sociedad en la conciencia de los trabajadores y los
intelectuales, que son también en su mayor parte trabajadores, será una expresión
de los cambios cuantitativos en la sociedad. El cambio cualitativo podría sobrevenir
luego por una vía u otra.
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