martes, 12 de abril de 2022

RECORDANDO A OSWALDO REYNOSO Por: Sócrates Zuzunaga Huaita.


 

 

RECORDANDO A OSWALDO REYNOSO
Por: Sócrates Zuzunaga Huaita.
 
 
En estos últimos tiempos, nefastos en materia cultural, en el Perú, algunos grandes escritores peruanos ya viajaron, en vuelo inmortal, hacia esa orilla eterna donde todos nos vamos a ir de todos modos. Estoy hablando de grandes poetas y escritores, como: Rodolfo Hinostrosa, Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso. Y estos hechos infaustos para la Literatura Peruana inexorablemente me hacen recordar a mi wawqicha escritor, autor de Los Inocentes. Yo lo llamaba así, con ese mismo apelativo quechua que quiere decir “hermanito” y él se sonreía porque había trabajado en la Universidad de San Cristóbal de Huamanga, Ayacucho, lugar donde siempre había recibido ese mismo tratamiento cariñoso por parte de sus amigos y colegas.
Antes de conocer a Oswaldo Reynoso, yo poseía un concepto completamente romántico y equivocado de los escritores y poetas, a quienes los veía como a unos personajes muy especiales; o sea, como a quienes habían recibido una formación muy fuera de lo común para escribir poemas, cuentos y novelas, y pensaba que eran seres muy superiores en todo a una persona común y normal. Pero, conociendo a Oswaldo Reynoso, me di cuenta de que la cosa no había sido así. Que, para ser poeta o escritor, solo bastaba tener profunda sensibilidad y, por supuesto, haber vivido y vivido y vivido la vida, hasta el infinito, tal como siempre él lo afirmaba con vehemencia. “Si no vives la vida, ¿sobre qué vas a escribir?”, decía, mirándote fijamente. “Hay escritores mediocres que escriben sobre lo que no han vivido y, por eso, escriben muy mal. O sea, sus escritos no tienen alma, no tienen consistencia, no tienen vida”, decía.
Así era él: muy contundente. En una oportunidad, lo escuché despotricar del jurado que había resuelto elegir al ganador del Concurso de Cuentos Peruano Japonesa, donde él también había participado como jurado calificador. Dijo que eran unos racistas acomplejados, porque rechazaron y desdeñaron buenos trabajos que reflejaban la vida nacional y que habían decidido dar como ganador a un trabajo totalmente superficial, patético y frívolo, tan solo porque afloraba una problemática citadina con drogas, putas y perversión juvenil, con la que estaban familiarizados esos jurados de pacotilla. Y en ocasión reciente, mandó a la “eme” al jurado del Cuento de las Mil Palabras de la revista Caretas, donde él también participaba como tal, enrostrando a un tal Roncagiolo su sospechosa y parcial vehemencia con que defendió y valoró al cuento ganador…
Aparte de todo esto, el escritor era un gran conversador y muy atento con todos sus interlocutores, los que –generalmente- eran jóvenes escritores y estudiosos que acudían a él para escucharlo hablar. No olvido ni olvidaré el movimiento de su boca y su mentón, que me hace recordar al gesto de algunos ancianos de la sierra cuando mascan su “máchika”, que es el pito o harina de cebada o trigo tostado. Así, me habló mucho de Eleodoro Vargas Vicuña, su compadre, de quien decía que era el que mejor había logrado plasmar la poesía y la narrativa andina, sin muchos aspavientos, y que “Taita Cristo” era el más asombroso y admirable de sus cuentos. A propósito de esto, hace poco, en un evento cultural de los Viernes Literarios, de Juan Benavente, se me acercó la viuda de Vargas Vicuña y me saludó muy efusivamente, con unos ojos muy brillosos y emocionados. “Pensé que era mi compadre Oswaldo Reynoso. Tiene usted su mismo aspecto y su pelo canoso”, me dijo. Allí, hablamos mucho de Oswaldo. Y, también, del célebre y universal Juan Rulfo, quien también fue su compadre del alma.
Aprovecho de estos sucesos para compartir con todos los lectores un entrañable testimonio que me ayudó a escoger el verdadero sendero de la Literatura Peruana, y que siempre me asalta cuando escucho hablar del autor de En Octubre no hay Milagros, El Escarabajo y el Hombre, En busca de Aladino, Los Eunucos Inmortales, El Goce de la Piel… Aparte de esto, en los últimos años, cuando me hallaba trabajando en una universidad conocida, junto al maestro y pedagogo Carlos Gallardo, me entero de que éste también fue su gran amigo y compañero de tertulias y lides literarias. Y este maestro, un gran lector de libros y especialista en pedagogía, acrecentó los conocimientos que yo tenía sobre el escritor. O sea, me habló de muchas cosas inéditas de él; pues me dijo que Oswaldo era un personaje increíble e inesperado, hasta un poco insólito, que en su vida hacía cosas sorprendentes, como que –por ejemplo- el libro Los Inocentes se lo había dedicado a él, sin previo aviso: a Carlos Gallardo, su pata del alma…
Bueno, conocí al escritor Oswaldo Reynoso en un evento cultural, al que asistí muy a propósito, muy adrede e intencionalmente, preparándome para el caso, con antelación. Yo había escrito algunos cuentos y quería que el escritor los leyera para que me dé una apreciación sobre lo que yo estaba escribiendo. Esa noche, lo ubiqué y me acerqué a él, con suma timidez, y le alcancé un manojo de papeles, en los que había escrito –con mucho cuidado y esmero- algunos cuentos de temática diversa, con variada técnica y en diferentes estilos. Él, un tanto sorprendido e incómodo, recibió los papeles y fue a sentarse en un lugar apartado. Allí, empezó a hojear mis escritos, muy rápidamente, sin mucho miramiento, mientras se desarrollaba el evento cultural. Yo tenía el corazón en vilo, en la boca, como se dice. Lo observaba con suma atención, hasta que ignoré por completo el desarrollo del acto cultural-literario, que no recuerdo sobre de qué se trataba. Allí, estaba aquel escritor, corpulento y canoso, a quien admiraba sobremanera, leyendo mis escritos de modo apresurado y fugaz…Estaba, pues, bastante emocionado y muy tenso, pues Oswaldo era y es un escritor a quien admiro mucho. Para mí, era algo así como una suerte de genio universal. En tal certeza, empecé a experimentar una sensación totalmente inédita. Estaba mirándolo como a una figura de César Vallejo o Cervantes Saavedra, estampada en un libro, y que él estaba a punto de dejar de ser eso para hablarme cobrando vida humana…
Finalizado el evento, llegó la hora del brindis. Y me acerqué donde el escritor. Y él, apartándose de algunas personas que lo estaban acosando insistentemente, me recibió muy entusiasmado, cosa que me alegró mucho. Nunca olvidaré su atención y su amplia sonrisa. Se apartó del grupo del que estaba siendo partícipe y me dijo, devolviéndome algunos escritos:
“Estos escritos guárdatelos en el bolsillo”.
Y, separando los otros papeles, me dijo, mirándome fijamente:
“Estos cuentos te los guardas en el corazón. Pero, por ahora, yo me los voy llevar”
Y se llevó los cuentos elegidos.
Más adelante, participé con esos cuentos en algunos concursos literarios. Y, asombrosamente, los gané, con la mayoría de ellos.
¿Y cuáles eran estos cuentos? Eran mis cuentos ambientados en la sierra.
¿Y los cuentos rechazados por él, de qué se trataban? Eran cuentos ambientados en otros lugares del Perú y hasta en el extranjero, los que los había escrito bajo la influencia de escritores como Herman Hesse, Víctor Hugo, James Joyce y hasta de Allan Poe…
En un próximo encuentro, lo busqué y le pedí su opinión sobre mis cuentos que él había elegido. Y me dijo que esos cuentos sí que estaban muy bien escritos.
“En ellos, tú, pones el alma, el corazón, y qué bien conoces el mundo sobre el que escribes. Estás en el mismo camino de Arguedas… Y ése es tu camino, muchacho”, me dijo…
Recuerdo que esos escritos eran esbozos sobre mis cuentos: Con llorar no se gana nada, Florecitas de Ñawin Pukio, Ya no llores palomita…
Después de algún tiempo, le pedí que presentara mi libro “Recuerdos de Lluvia”, novela ganadora del Premio Nacional de Educación “HORACIO” – 1994, de la Derrama Magisterial, editado por la Editorial San Marcos, y él aceptó. Pero, nunca se llevó a cabo dicha presentación, por descuido u olvido de la editorial. Y, más adelante, cuando le pedí una breve opinión escrita sobre esa mi novela, me dijo que era una obra muy bien elaborada y que él estaba muy seguro de que era una gran novela de juventud, superior a muchas otras últimas, que ya habían salido a luz, en los últimos tiempos. Y me escribió lo siguiente:
“… Su literatura no tiene más mérito que la de ser un reflejo o retrato directo, hondamente vivido y gozado de lo que es la sierra ayacuchana, con sus sueños, anhelos y problemas. O sea, en este sentido, Sócrates Zuzunaga Huaita no es un autor común, sino es un instrumento natural, un medio admirable, por el que se trasmiten las íntimas confidencias que él tiene con su añorada tierra nativa. Esta condición simplemente natural y espontánea lo ubica de modo estético en la naturaleza y la niñez, caminando inexorablemente tras las mismas huellas del gran José María Arguedas”.
Por eso, sentí mucho la muerte de Oswaldo Reynoso. Él me ayudó bastante en la escritura. Fue un gran hombre, conversador como pocos hay en la vida. Y cariñoso, cuando se trataba de conversar con los jóvenes que se están iniciando en la Literatura.
Bueno, Oswaldo, Rodolfo y Miguel ya se fueron hacia esa implacable comarca de la muerte adonde nos vamos a ir todos. Allí nos encontraremos con Oswaldo, para bebernos ese vinito que, en vida, nos prometimos brindarlo en casa del poeta ayacuchano, Teodosio Olarte, mi paisano del alma…
 

 

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