lunes, 18 de abril de 2022

ALFORJA DE CIEGO. Por JORGE DIAZ HERRERA.




  ISHIRO  

 

 Su mayor afán era alardear de su virilidad, alto y fornido, como era, caminaba erguido, con firmeza. Cuando enterraron a su mujer no soltó ni una lágrima, le bastó endurecer el rostro y callar. Viudo, cumplió sesentaicinco años y frecuentó la casa de la comadre Isabel ablandándola, como él decía, para que no se negara a darle a su ahijada como mujer. El matrimonio con la joven fue silencioso y discreto, si en verdad fue, y no una sino muchas veces se veía obligado a aclarar con gesto adusto que quien la acompañaba no era su nieta sino su mujer. A los ochenta, años anunció jubiloso que sería papá y la novedad fue festejada como si fuera año nuevo, y los paseos con la mujer se hacían más frecuentes al tiempo que el vientre de la embarazada crecía, y llegó el día del alumbramiento, con médico y enfermera en casa, como debe de ser, decía. Y la criatura no nació deforme como pronosticaban algunas supersticiosas, la única novedad fue que vino al mundo con rasgos de japonés. El júbilo que jamás se le aplacaría no dio importancia a ese detalle y, para afirmar su hombría, lo bautizó con el nombre de Ishiro. Ver a la pareja caminar llevando por delante a Ishiro en su cochecito celeste daba a las lenguas del barrio temas de qué hablar. Y para el bautizo de la criatura llegó Coquita, la hija bien casada, según él, y que por alborotada y parlanchina llamaban la Canario, que fue el centro de la fiesta, y se la pasó anunciando con su estridencia de siempre: mi papito da hijos japoneses. Concluida la algarabía, el tiempo siguió su camino y el niño Ishiro se convirtió en el joven Ishiro, que acompañaba a su papá a las compras del mercado, cuidando de que no se tropezara. La Canario no dejaba de escribirle cartas cariñosas al papa: papito, estoy bastante avanzada en mis clases de japonés.

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