ARTURO CORCUERA
ARTURO CORCUERA UN HITO INDELEBLE. Por WINSTON ORRILLO
“Burgués contaminado/ escaravaro,/ escabizbajo,/ lleva un mundo en sus manos,/ maese escarabajo” (“Fabula del escarabajo”)
A.C.
Era (es) de aquellos que conjuncionan (“son pocos, pero son”) la vida con la obra. Arturo Corcuera Osores, hombre de pocas palabras, de suave voz entrañable, supo, siempre, a la hora de la hora, salir al frente y defender lo que debemos defender: el cambio social, la revolución que permita a millones de hombres, en el mundo entero, ser, por fin, criaturas indelebles, cualesquiera que sean su raza y su lugar de nacimiento.
Y esto, verbi gratia, con su adhesión a la Cuba de Martí y de Fidel, de la que nunca abjuró, cuando otros –de su misma generación- decían “padre, no se oye”, al preguntarle las cizañosas hetairas mediáticas, sobre sus posiciones al respecto. Nunca –lo afirmo enfáticamente- lo escuché decir o insinuar algo contra las vanguardias revolucionarias de Nuestra América, que no eran solo la citada, sino Nicaragua Sandinista o la muy querida Bolivia de Evo (próximo a recuperar el poder, incluso electoralmente).
Y esto lo llevó a que su poesía, incluso en el difícil rubro de los textos aparentemente para niños, de su universal libro Noé Delirante, supiera, con inteligencia sui géneris, insertar el canto político.
No menciono sus otros libros porque el espacio no alcanzaría, porque hay numerosos textos suyos de amor y de adhesión pertinaz a la criatura humana.
Citamos unas necesarias palabras del mejor crítico literario peruano, Alberto Escobar, quien escribiera: “Corcuera acredita ser un escritor en laborioso afán de perfección y, por lo mismo, un poeta que alcanzó la madurez artística”.
Este 30 de setiembre último hubiera cumplido 85 años, pero seguía siendo esa especie de niño-grande que, en su refugio de Chaclacayo, al lado de la sin par Rosy Andino, su esposa indeleble, recibía amigos, poetas o no, y alojaba a no pocos.
Había nacido en Salaverry, en 1935, y, desde ese puerto, vino a estudiar en San Marcos (Literatura por cierto) -allí lo conocí- mientras, en realidad, su trabajo era la poiesis.
No faltaba a ningún recital –y en especial a los que organizaba nuestro camarada mayor, Gustavo Valcárcel, siempre al lado de Violeta (violenta contra el enemigo de clase y los traidores que medraban aquí y acullá).
Pero en su grupo de amigos destacó, por siempre, Javier Heraud, cuya muerte, en ese trágico mayo del 63, fue un golpe al plexo de nuestro Arturo, quien estuvo en todos los homenajes y organizó algunos, para el autor de “El Río”.
Con Arturo estuvimos en Moscú, en Sofia (Congresos Mundiales de Escritores en defensa de la Paz), y ambos escribimos sendos libros de homenaje a la Patria de Kim Il Sung (quien puso de rodillas a los yanquis,, luego de llamada Guerra de Corea) y después de varias visitas a Pyong Yang (anoto que su bello y trascendente libro fue escrito primero).
En el Perú, mientras tanto, Arturo trabajó en algún Ministerio, del que tuvieron el acierto de trasladarlo a la entonces llamada Casa de la Cultura, que quedaba donde hoy funciona el Tribunal Constitucional (Casa de Pilatos, tal su nombre ad usum). De allí pasó a dirigir las actividades en la Casona de San Marcos, que fuera iluminada por su presencia relevante.
Pero siempre, mientras tanto, su militancia sin militancia proseguía (porque hasta donde sé, no estuvo inscrito en ninguno de los minipartidos de nuestra atomizada e irresponsable izquierda). Mas su tarea en la literatura y en la opinión comprometida, nunca cesaron. Los jóvenes poetas lo buscaban, tanto en sus limeños trabajos, como en su “dacha” de Chaclacayo.
Por eso es un hito indeleble en la cultura, en la poesía de nuestro país, al que Federico García Lorca llamara “triste y luminoso”.
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