RAYUELA, EL LADRILLO DE
CORTÁZAR
Por CHARO ARROYO.
Gabriel García Márquez.
Leer Rayuela es
una de las aventuras más grandes que los que encontramos destinos
sumergiéndonos en el mundo de las palabras podemos emprender.
En julio de 1972,
Arturo Castañeda Liñán, un joven, en ese momento, escritor cajamarquino,
de quien he perdido el rastro, me ofreció en venta la edición duodécima de la
ya famosa novela publicada en septiembre de 1970, por Editorial Sudamericana.
Yo solamente había leído comentarios sobre ese libro y visto fotos del
larguirucho escritor de ojos grandes y cara de bebe sorprendido en falta.
Compré el libro, bastante viejito y maltratado, con la siguiente dedicatoria
del angustiado vendedor, dedicatoria que
sin ninguna modestia transcribo en su integridad: “Arturo
Castañeda Linán, julio 21, 1972, vendido cariñosa y obligadamente por tristeza
y hambre, a Charo, nuestra más -ahora- bella concurrente…”. Y al finalizar otra fecha distinta, “Lima,
julio 31, 1972”.
Rayuela me
introdujo en el mundo cortazariano, ese
mundo de Maga, Horacio y Bebé Rocamadour, y de ahí en adelante busqué
afanosamente todas las obras de
Cortázar, convirtiéndome en su más ardiente admiradora. Este libro,
amarillento, viejito y bastante
maltratado, es una de mis joyas.
SÍ, ES CORTÁZAR
Esa tarde de febrero de 1973 yo debía encontrarme en el café
Tívoli –era la época en que nos reuníamos en
los cafés del Centro–, con dos compañeros de la escuela de periodismo
“Jaime Bausate y Mesa”, donde estudiaba, eran ellos Carlos Bejarano y Miguel
Carnero, ambos también perdidos en la
distancia desde hace años. El motivo era prestarle Rayuela a Carlos que no la había leído. Llegué puntualmente, con mi
Rayuela en la mano, y me senté junto
a los grandes ventanales, colocando el
libro sobre la mesa. Al poco rato apareció Miguel, pero el interesado en el
libro nunca llegó. Recuerdo que el sol entraba alegremente hasta la mitad del café.
Conversábamos y reíamos Miguel y yo cuando, de pronto, no sé
por qué volteo la cara hacia la derecha y con gran sorpresa, veo que en una de
las mesitas situadas a la mitad del
café, pegadas a la pared, estaba sentado, acompañado por una mujer, un
personaje extraordinario a quien reconocí de inmediato: JULIO CORTÁZAR. Me
quede estupefacta. Encontrar a Cortázar en un café, sin haber escuchado ni
media palabra sobre su presencia en Lima era como para creer que alucinaba.
Pero era su barba, era su mirada asombrada, era la foto que yo tenía pegada en
la puerta de mi dormitorio, mi museo de amores literarios.
En voz baja, y en tono de complicidad, le dije a Miguel, “Miguel, voltea
disimuladamente y mira que en una de las mesitas pegadas a la pared está Cortázar”. ¿Qué Cortázar?, preguntó sin
gran interés Miguel. “JULIO CORTÁZAR, RAYUELA”, fue mi respuesta mientras
colocaba la mano sobre ese libro mágico que había convocado a su autor en el
lugar menos pensado. Miguel volteó, miró, movió la cabeza negativamente y me
dijo “No es Cortázar, si estuviera en Lima, se sabría”. ¡¡Claro que es!!”, le
insistí. “Yo tengo su foto en la puerta de mi dormitorio, lo conozco bien”. “Su
cara es inconfundible”, añadí…
Me quedé indecisa por unos segundos, temiendo que en
cualquier momento la larga figura de mi escritor favorito se pusiera de pie y
abandonara el café. Y se me ocurrió entonces “Miguel, le dije, yo voy a ir al
tocador –para eso había que pasar junto a la mesita donde estaba la pareja– me
fijo bien si es, mientras tanto tú te acercas a la mesa y le preguntas si es
Cortázar, cuando yo salga del tocador,
ya tendrás la respuesta”. Miguel aceptó, yo pasé junto a la mesita, lo
miré, claro que es CORTÁZAR pensé, es él, es él. Cuando salí, ya Miguel estaba
sentado en la mesita con la pareja, y con cara de exaltación me dijo “Sí, es Cortázar”.
EL LADRILLO DE
CORTÁZAR
Ya sentados en su mesa
la conversación se desarrolló fluida, no recuerdo el nombre de la mujer
que lo acompañaba, posiblemente era su esposa, no lo sé, nosotros le contamos que éramos periodistas,
yo le dije que era su admiradora, y él me dijo de su admiración y asombro, por
haber encontrado “su ladrillo”, refiriéndose a la forma de Rayuela, en manos de una mujer al entrar a un café en Lima; que
nunca le había pasado algo así; que lo había visto al entrar y que estaba
pensando acercarse, pero nos veía tan entretenidos que no quería interrumpir.
Yo le dije que encontrarme con él el día que tenía su libro conmigo me parecía mágico, y él dijo que pensaba lo
mismo, y estuvimos de acuerdo en eso:
hubo magia en ese encuentro. Puso su firma en Rayuela, solo su firma.
Cortázar, además de los ojos grandes tenía una mirada fuerte
y a la vez el brillo de su sensibilidad la iluminaba; prestaba toda su atención
al escuchar como si los importantes
fueran los otros, no él; movía las manos con gran elegancia y sus
largos brazos ocupaban la mesita, se inclinaba mucho hacia quienes lo
escuchaban, poniendo su largo torso hacia adelante. Eso era parte de su encanto
al conversar, ese acercamiento que propiciaba la intimidad. Y su acento francés, encantador acento, hacía que sus palabras sonaran suaves, pero a
pesar de que hablaba en tono bajo, la claridad de su dicción hacía agradable
escucharlo. Y era cierto, los ojos muy separados y la forma de mover los labios
lo hacía parecer muy joven.
Además, ERA CORTÁZAR, yo estaba hablando con Cortázar en un
café de Lima, y él tenía su mano izquierda colocada cariñosamente sobre mi Rayuela y con la derecha iba acompañando
sus palabras.
UNA TÍMIDA INVITACIÓN
Antes de despedirnos,
lo invité tímidamente a reunirnos en el momento que pudiera con un grupo
de amigos intelectuales, no confiaba mucho en su aceptación, seguramente estaba
muy ocupado, seguramente no tenía tiempo,
pero él aceptó encantado, solamente
me pidió esperar a que regresara del Cusco donde viajaba al día
siguiente, me pidió mi teléfono, le di el de mi trabajo, y sin mucha fe, pensé:
¿serán “palabras de hombre”? y dejé al azar un nuevo encuentro en el que no
debía haber “fotos, ni reportajes” me dijo, sino que fuera solamente una
reunión de amigos. A lo que me comprometí solemne y emocionadamente.
Después me enteré de que Julio Cortázar estaba en Lima
invitado por el Instituto Nacional de Cultura, en una visita casi de incógnito,
posteriormente Textual, número 7,
excelente revista que editaba el Instituto Nacional de Cultura en esos años,
sacó una foto y un artículo.
TE LLAMÓ UN TAL
CORTÁZAR
Un día después de este encuentro tan especial en el
café, en la mañana llego a trabajar y la
secretaria me dice: “Anoche te llamó un señor” No se acordaba el apellido, pero
sí que hablaba como extranjero –el
acento francés de Cortázar, sus erres arrastradas– y me había dejado un
teléfono del hotel donde se alojaba para que lo llamara en la mañana. Pero
luego encontró la nota que había escrito y me dijo “Es un tal Cortázar”.
Inmediatamente lo llamé –no sabía la niña lo que
significaba esa llamada, no solo para mí
sino también para quienes compartieron conmigo el encuentro que se dio
después. Y “el tal Cortázar” me dice entusiasmado que ya no viajará al
Cusco hasta después de unos días y que podíamos reunirnos al día
siguiente, que le dijera dónde. dónde,
dónde, esa fue mi siguiente preocupación.
Pepe Benavides y María Luisa Salazar, entrañables amigos,
compañeros de noches de café y tertulia, exposiciones de arte, presentaciones
de libros, conciertos y reuniones, vivían en plena Colmena sobre el conocido
restaurante Las Papas Fritas, y dado su
entusiasmo por la cultura –y su
estratégica ubicación– su casa fue la elegida por mí para recibir a Cortázar,
consultados que fueron se mostraron tan entusiasmados como lo había supuesto. Y
empezaron las invitaciones, no menciono a nadie, porque puedo olvidar a
algunos, pero asistieron los más importantes intelectuales de ese momento,
muchos de los cuales pueden dar fe de este encuentro. Me encantaría recordar
todos los nombres, pero incluso yo misma no los conocía a todos porque unos a
otros se fueron pasando la voz: CORTÁZAR en Lima, hay una reunión en La
Colmena…
UNA REUNIÓN INOLVIDABLE
Y llegó el día, fuimos al Tívoli a recoger a Cortázar con
Miguel. Cuando llegamos a la casa, la sala estaba repleta, Cortázar volteó a
mirarme y expresó su sorpresa con una exclamación. Me tocó sentarme en el
suelo, y a su indicación muy cerca de
él. Y gentilmente se dirigía a mí en todo momento, era su anfitriona. Se habló
mucho, contestó todas las preguntas que
le hicieron; estoy segura de que la mayoría sabía más que yo de su obra. Pero
yo era seguramente la más feliz. Escuchaba y quería grabarlo todo en mi
memoria. Como se lo había asegurado, no
grabé nada ni tomé fotos, era una reunión de amigos. Una reunión que era la
concreción de un sueño soñado por muchos: tener la oportunidad de conocer de
cerca al gran Julio Cortázar; fue una ocasión irrepetible, fue una experiencia
perdurable.
En medio de las innumerables preguntas y del entusiasmo de
la gente, pude hacerle las preguntas que nadie había hecho: ¿Cómo es un
cronopio? “Imagínate una pompa verde de jabón”, fue la respuesta. “¿Y un fama?”
“Un burgués gordo sentado en su escritorio.” Respuestas que fueron seguidas por
murmullos de complacencia. No recuerdo qué más se habló, posiblemente quienes
estuvieron lo recuerden, yo vivía el momento, era más de lo que podía haber
soñado. Y me firmó otro libro, 62 Modelo
para armar, y su dedicatoria fue: “Para
Charo, con toda la amistad de Julio Cortázar”, Lima 1973”. Ya éramos
amigos.
SU LARGA SILUETA SE
PERDIÓ POR LA ESQUINA
Cuando terminó la reunión y salimos de la casa, caminamos
por La Colmena con María Luisa y Pepe, hasta la esquina del hotel Bolívar donde
supongo se alojaba, nunca lo supe. Julio Cortázar me traía abrazada de los hombros
y antes de despedirse me dijo, “La próxima semana sale El libro de Manuel, mi último libro, léelo, te va a gustar.” Nos
despedimos cuando ya estaba oscuro y las luces del Centro ya encendidas. Nos
dimos un beso en las mejillas, él se agachó mucho para dármelo, me tomó de los
hombros, estrechándome, y se fue. Su larga silueta se perdió por la esquina del
Bolívar, mientras nosotros lo mirábamos
ir, luego regresamos lentamente por la Colmena y entramos al Tívoli a tomar un
café y a conversar sobre lo vivido. Durante mucho rato sentí el calor de su
mano sobre mis hombros.
Han pasado 46 años, aún recuerdo claramente su voz, su
mirada suave y directa a la vez, y su
ingenua alegría por haber encontrado una mujer en un café de Lima, con su
ladrillo en la mano. Ese libro que me
vendió un escritor por “tristeza y hambre” me ha dado una de las mayores
satisfacciones de mi vida, una anécdota
que hoy, por primera vez, pongo por
escrito.
Leída en el Festival Internacional de Poesía, Palabra
en el mundo, 2016.
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