martes, 28 de junio de 2016

MAYNOR FREYRE / PREMIO "PALABRA EN LIBERTAD": DOS POEMAS Y UN CUENTO

DOS CUENTOS

EL TEAM DE LOS CHACALES


      Chacal. Una especie de perro salvaje, algo menos que un lobo, quizá equiparado con el coyote. En todo caso un cuadrúpedo abyecto, cobarde cuando está solo. Feroz cuando anda en manadas. Con la ferocidad del lobo y la astucia de la zorra. Así es este animal.
    Y así los apodamos cuando llegaron al barrio, caminando a pasos remolones, de mirada retrechera. Vestían arrabaleramente: llevaban pantalones parchados, zapatos de distinto color, zapatillas atadas con soguillas, camisas con el cuello y las mangas arranchadas; tenían un pañuelo amarrado a la frente que daba vuelta a todo el cráneo, al estilo de los piratas de las películas, con el que pretendían  detener la caída de sus hirsutos cabellos.
    Se sentaron bajo los pinos, en la bajadita que servía de tribuna a quienes no jugaban. Con las cabezas gachas, mirándonos de refilón. Nosotros seguimos el partido, pero esmerándonos en hacer las mejores jugadas, para lucirnos, cómo no. Hasta que “La Lora” se lesionó y, medio alocado como era, invito a uno de ellos a reemplazarlo: oye primo –dijo con su voz nasal-- entra por mí que me he jodido el tobillo. Inmediatamente todos nos miramos, como si de repente el día se hubiera convertido en noche o estuvieran cayendo rayos sobre Lima.
    El que entró a jugar era un cholo grandazo con unos yines viejos cortados hasta las rodillas. Inmediatamente sacó de su bolsillo trasero un, más que pañuelo, trapo descolorido que circundó alrededor de su cabeza. Poseía un dribling endemoniado pero a su vez tan desordenado que terminaba por  llevárselo al out, fuera de la cancha. Al principio   creímos que era por los  nervios del inusitado  debut y lo apodamos “Loayza”, como al maestrito del Ciclista Lima. Pero al ratito su loca gambeta lo llevó a chocar nada menos que con el flaco “Huaraca” Cairo, quien le dio una soberbia barrida. Entonces el cholo “Loayza” se puso en pie descontrolado y se le fue encima al más bronquero del barrio. Y se armó la trocatinta.
   De caballeros era que los dos pelearan solos en medio de un ruedo hasta darse lo suficiente y entonces separarlos. Pero los chacales eran nada menos que chacales. Para ellos todo debía hacerse en manada. En un santiamén nos vimos envueltos todos en la pelea: quienes estábamos jugando el partido y los espectadores de toda laya; hasta los perros empezaron a mordisquear por aquí, por allá y por acullá. “Huaraca” había madrugado a “Loayza” rompiéndole las narices de un artero cabezazo aunque ahora se las veía negras pues el cholo le estaba haciendo el abrazo del oso y lo tenía medio afixiado. “La Lora”, quizá por el sentimiento de culpa surgido  a raíz de hacer entrar al chacal a reemplazarlo, lanzó una genial idea a grito pelado: ¡carajo –dijo con su voz nasal— por qué no definimos esto en un partido de fútbol!
   Fue como si un hada madrina hubiera sacado su varita mágica y paralizado a toda la sarta de energúmenos en que nos habíamos convertido. Pero la tregua duró apenas un suspiro. Ya llevábamos las de perder, pues al verse en minoría los chacalitos habían ido por refuerzos, y eso significaba hermanas y hasta madres portando sartenes y cacerolas para defender a sus críos. No sólo eso: algunas bacinicas, no precisamente vacías, surgieron enristradas por hermanitas furibundas. Los más chicos del barrio corrieron a soltar los perros bravos y adiestrados guardados en los jardines de algunos de los caserones de las familias de la muchachada y nuestras madres asomaban por las ventanas de los segundos pisos, así como las sirvientas por las azoteas, lanzando procacidades que nosotros creíamos indignas de sus  santas boquitas. Todo era en vano. La trocatinta se había armado pesase a quien pesase. La sangre se fue mezclando con el barro y los orines y ni siquiera era posible una honrosa retirada, pues los invasores se mostraban dispuestos a luchar hasta el exterminio final.
   En eso, ¡oh milagro!, se escuchó una voz ronca, de mando, que en forma estentórea hizo un llamado al alto el fuego.
-¡Comadres, paren esto! ¿Quién les va a dar después ropa para lavar, quién les va a comprar sus tamales los domingos, quién va a contratar a sus maridos como electricistas, gasfiteros, albañiles, pintores, mecánicos, carpinteros...?
   No la dejaron ni terminar la larga enumeración, mientras yo coloradote por ver a mi abuela en trazas de entrecasa (seguro había estado dándole de comer a las aves en el corral) gritando como una placera en pleno parque, trataba de escabullirme por entre el seto de granados que cercaba el recinto.
  No la dejaron terminar y como una decena de sus comadres se le acercó lloriqueando a pedirle perdón, en tanto otra decena de ahijados se postraba ante ella de rodillas con la cabeza gacha. La escena se tornaba trajicómica en medio de la barahúnda de súplicas que rodeaba a mi abuela mientras las orondas vecinas cerraban sus ventanas consternadas por la aborrecible visión que se presentaba ante sus compungidos ojos: toda una señorona como la Santander, tratando de parlamentar con la cholería y la zambería callejonera y corralonera.
   De repente interrumpió la escena otra trocatinta mayor: cientos de extraños personajes habían irrumpido por la avenida Santander apedreando automóviles particulares, parando a los escasos ómnibus destartalados que circulaban por sus pistas y un grupo de ellos cargaba en vilo un enorme mojón pintado de blanco y negro, de esos que servían  para organizar el tránsito en las vías de doble sentido, echándoselo encima a un pequeño automóvil cuyo chofer huía despavorido en tanto su carrito se convertía en un trozo de chatarra aplastado contra el suelo. No tardaron en aparecer los “caimanes” cargados de policías de asalto entrando justamente por todos los lados del parque donde jugábamos pelota y arremetieron contra todo el mundo, especialmente contra los “Chacales” cuya pinta, aunque más estrafalaria, se parecía mucho a la de los agitadores vestidos con pantalones remangados hasta las rodillas y en bividí. Mis hermanos y yo, junto con algunos muchachos del barrio embalamos rumbo a mi casa por ser la más cercana, trasladando a mi abuela casi en andas, hasta la pasamos por encima de los setos de granados que rodeaban al parque, mientras a su tras corrían sus caseras pidiéndole no nos abandone por favor comadrita, rogando sus ahijados, madrinita no nos deje que ahora sí no nos libramos de la cana. ¡Tremendos chacales, ojalá los maten!, refunfuñaba yo para mis adentros, hasta llegar a la puerta falsa del caserón por donde mis hermanos mayores ya habían logrado introducir a la abuela.
   La policía de asalto nos pisaba los talones y apenas ingresamos los de la familia con algunos amigos del barrio intenté cerrar la puerta falsa para que nadie más entrara. El vozarrón de mi abuela me petrificó: ¡Pobrecito de ti mal nacido si le cierras la puerta a esa pobre gente perseguida inocentemente! Y luego, dirigiéndose a los policías que pugnaban por ingresar al jardín exterior de la casa: Ustedes no saben quién soy yo, abusivos, al primero que transponga una raya de mi santo hogar lo traspaso de un solo balazo, así me caiga muerta aquí mismito. Y se apareció en la  puerta de la casa ya con otra pinta, con unos tacones puestos que seguramente las negras sirvientas de la casa se los habían traído junto con el abrigo de pieles que ahora lucía tocada por un sombrero de esos de ir a los matrimonios, pero siendo lo más imponente la vieja escopeta de cartuchos que nos servía, de puro malograda como estaba, para jugar a la comboyada.
   Ah, y por si caso, los saluda la viuda del general Santander, cuyo epónimo nombre lleva la calle que están pisando. El oficial al mando del grupo de asalto, un capitancito de ralo bigote, quiso hablar, pero lo mandó cuadrarse ordenándole que formara la tropa, porque cómo era posible que tuviera así sudorosos a sus hombres que daban pena, todos unos servidores de la patria, acérquese no más, le dijo, no me tenga miedo, no le voy a hacer nada, y le arregló al capitán el nudo de la corbata, le acomodó la polaca y le dio el primer vaso de chicha que las negras cazurras habían sacado en un gran porongo y empezado a repartir entre los asilados de la casa, que hasta revoltosos los había, aparte de toda la comadrería y los ahijados y mientras le contaba al capitán las hazañas de su difunto esposo que en paz descanse, dictó la orden de retiro para los asediadores, quienes subieron marchando a sus camiones y se marcharon. La abuela sacó repentinamente la pelota de cuero debajo de su abrigo y de un patadón la envió al techo: y pobre del que me la saque de ahí antes del próximo domingo, porque eso sí el partido contra el Team de los Chacales si que no me lo voy a perder por nada para la semana que viene. Como parece tampoco pasará con “Loayza” y “Huaraca”, a quienes en vano “La Lora” pretende hacer que se abracen como hermanitos. Y a mí, que temblaba de hacerlos entrar  a la casa así la policía los llevara presos, los “Chacales” y su parentela me van agradeciendo uno por uno. Será por respeto a la abuela, porque yo sí los metería de cabeza a la cana por sucios, zarrapastrosos  y barulleros.




LA NOCHE ES JOVEN


 (Lima, 10.06.05)
Tambaleante por el cansancio y la modorra (causada por los tres últimos tanganazos que se había lanzado a pecho secando su última chata de pisco), cruzó trastabillando el gastado empedrado del patio del conventillo, mucho antes casona de antepasados de prosapia. En la brumosa noche supo, más por hábito que por intuición, arribar casi a ciegas hasta la desvencijada puerta que su padre –quien como borracho plantado bien sabía cuándo el hijo se iba a pegar su buen madrugón— le dejaba cerrada de especial manera: firmemente cerrada, pero sin trancar. Intentó abrirla tal como sabía; levantándola de la manija del lado derecho y empujando con fuerza del izquierdo. Antes de que cumpliera con el rito completo, una sensación de nauseas lo interrumpió, los efluvios de un hedor que empezaba a tornarse insoportable empezaron a ingresar por entre sus narices. Intentó encender el bombillo de luz pero se acordó que debían más de tres meses de consumo y antes de haber podido recurrir a sus fósforos ya había sentido bajo su pie izquierdo un cuerpecillo gordo de cerdas erizadas que pareció reventar ante su peso. Por el vano de la vieja puerta empezaba a filtrarse el primer claror de la madrugada y gracias a ello logró percatarse de que se trataba de la rata. Aquella de nocturno roer y roer obligándolo a taponarse los oídos. Ante esta constatación se dio cuenta que al principio le había recorrido un pequeño friecillo por el cuerpo hasta golpearle el cerebro: creía que el viejo había estirado la pata al fin y de inmediato se preguntó: ¿Ahora cómo chucha lo entierro? No le quedaba sino chauchilla de su sueldo, cobrado después de muchos años de cachuelero, al gordo Peponazo. Hace cuatro días lo había recibido feliz, contento de poder salir en parte de sus innumerables deudas y contento de poderle ya dar de comer al viejo algo decente que le llenase el vientre para que no lo ande jodiendo con eso de que yo que me desvivido por ti, hasta te he dado una carrera que has desperdiciado por la bohemia, llegas todos los días zampado oliendo a trago barato. Por lo menos yo... Y proseguía con su perorata de que había sido un bohemio fino, hasta en el bar inglés del Gran Hotel Bolívar había chupado, y con su plata, buenos pisco sauer se había tirado en el Hotel Maury, cuando recién apareciera esa delicia de trago, te servían en unas copas que parecían lavatorios y con un par ya estabas picadito, porque por lo dulcete no podías empinar más de dos, si no te cagabas con la diabetes; porque eso sí, él ya estaba plantado, y aparte del hígado que le jodía con esas punzaditas de vez en cuando, bien podría tragar piedras y ni mierda le iba a pasar. Se tornaba cada vez en más procaz, a medida que avanzaba su eterno discurso, hasta caer en la total coprolalia. No, no se había librado del viejo, era la maldita rata la que había estirado la pata en una pose hilarante, casi sonriente con la boca abierta. Agarró un periódico pasado del cajón donde los guardaba y con la otra mano se colocó su pegajoso y moquiento pañuelo sobre las narices. La tomó de la cola y salió rumbo al cilindro de basura del conventillo, calladito y en puntitas de pies, para tirarla allí sin que los vecinos se dieran cuenta y pitearan por las huevas. ¿Adónde iba a arrojar al bicho?. La muy cojuda se había comido el pan duro bien rociado con el veneno que le prestara su pata Juanito, quien siempre andaba en guerra con los asquerosos animalejos. Qué buenas noches se habían mandado. Ella, la Martina, lo fue a buscar apenas supo que estaba trabajando y que iba a cobrar. Él, como buen cojudo, había estado pregonando que a fines de abril le pagarían su primer sueldo por producir un programa de televisión y otro de radio para aquellos amigos que habían hecho un pingüe negocio moliendo y embolsando yerbas de la sierra y de la selva que antes sólo usaban los curanderos de poca monta, y ayudados por la publicidad y la propaganda a través de los grandes medios hallaron la gallinita de los huevos de oro. A él qué mierda lo que molieran, con tal que le pagaran puntual y más o menos bien. La culpa era de ésa su manía reciente de ir a matar la noche, que siempre era joven, en el Queirolo tomándose una inocente Inka Cola, todo zanahoria, pitito, como si tuviera el brazo en cabestrillo para el trago. Y ahí se iba de lengua con eso del sueldazo a recibir a fines de abril. La Martina debió enterarse por esos medios, porque él años que no alternaba con ella, la que fuera la mujer de sus sueños, a la que corría a comprarle la merca hasta La Victoria, barrio limeño maleadazo, con tal de que no le armara lío y le dejara la casa hecha pedazos. Era la época cuando a la mitad del caserón de La Colmena lo dedicaba a una academia y en la parte donde él vivía recibía a todos los amigos poetas y escritores, pintores e intelectuales para darse caché gastando los ingresos que le daba la preparación preuniversitaria, y estos se turnaban en entretener en la cama a la Martina mientras él, mismo presidente del partido del cojudismo, cómo no, se mandaba hasta la rica Vicky para proveerse de los polvitos mágicos que tanto le agradaban a Martinita y su cohorte de zánganos, y nada menos que a la calle Renovación, antiguo jirón Huatica ó 20 de Septiembre, donde su padre le contaba se iba a tirar unos polvos de la patada con unas hembras importadas, made in France o yugoeslavas, como también españolas y chilenas, por supuesto, allí estaba la incomparable Lulú, chilenita de las buenas, y la única peruana disputable era la pecosita Roxana. Ahora, Renovación era un antro de paqueteros espectrales, mundo de zombis creados por la ultramodernidad, por el recontraliberalismo. Y las mechaderas, se veía obligado a pegarle a ella como a hombre hasta noquearla para que no le hiciera pedazos la casa y para que confesara con quiénes se había acostado en su ausencia. Y lo fue a buscar. Cuando él salía boyante –le habían dado su flamante tarjeta del cajero automático del mejor banco de la ciudad, para que no te tires de sopetón toda la platita, pues cholo-- ella estaba allí, en la plena puerta de la gran oficina de la avenida Javier Pardo de San Isidro, dispuesta a lambisquearle unos buenos tragos con su blanca de yapa: hasta el hotelito donde se iban a hospedar había ya elegido, para que no nos jodan los gorreros, papito, para pasarla como antes, para acompañarte, ahora sí, para toda la vida, hasta llegar a viejitos. Peponazo sabía que era pura mentira, que sólo lo buscaba ahora que cargaba guita. Pero la soledad es la peor consejera, adónde mierda iba a irse, ¿a chupar con los pocos patas que aún asistían a Queirolo?, pues el resto o había muerto de cirrosis o sus familiares o amigos los habían llevado lejos del vicio, al extranjero o a la provincia natal. Algunos se estaban salvando, pero ya andaban hechos unos cojudos. El mes de para lo hacía meditar. Y la Martina llegó bien arregladita, se había lavado la cabeza con champú y reacondicionador, echado unos afeites en la cara, llevaba puesto desodorante y las uñas de los pies pintadas. Hasta la dentadura parecía brillarle como antaño. A buen hambre no hay pan duro. En efecto, la pasaron requetebién en el hotelito, justo al lado de un cajero automático bancario, ella hasta había llevado un radio toca casete medio antiguacha donde colocaba las grabaciones de sus buenos tiempos, cuando Martina era la hembra más apetecible de Lima, una especie de hawaiana criolla, de buen tamaño y carnes llenas de duritas protuberancias, además de juguetona como ella sola en el ring de las cuatro perillas, como decía el gordo, ufanándose de poner a flor de labios un secreto conocido en carne propia por muchos de sus contertulios. En fin, la semana que se mandó en el hotelito con la Martina le supo a maná del cielo, él que no pasaba una noche   completa con mujer desde hacía años de años. Vinos franceses, unas cuantas chatas de buen pisco, cómo no, con sus botellones de ginger ale, su botellita de amargo de angostura y su limón para el consabido chilcano, cigarrillos Lucky Strike que pudo conseguir, aunque con filtro, y comida criolla traída desde el mismo automercado abierto toda la noche para su beneplácito. Mas ahora, después de botar la rata y sin plata en el bolsillo, salvo el sencillito para los pasajes, lo atacó un hambre felino: sólo vio el pan duro talqueadito que por poco le echa diente; el recuerdo de la rata tiesa lo disuadió de tamaña tropelía. No obstante, la maldita alimaña había dejado su hedor en el ambiente. Decidió pasar al cuartucho que compartía con su padre: el viejo era lo que apestaba. Yacía en una pose de saltimbanqui, caricaturesca, sonriente, parecida a la de la rata. Los panes duros mordisqueados lucían lúgubres sobre la vieja mesita de noche. Un enjambre de moscas saltó de su cuerpo yerto / yermo cuando el gordo se le acercara. No había nada por corroborar. Calculó y de inmediato dio media vuelta para dar parte a la comisaría distante unas cuadras. Vendrían de ahí y luego rumbo a la morgue y después a la fosa común; él no tenía plata para velorio, ni siquiera para ataúd y nicho, y los pocos vínculos afectivos que lo ligaran al viejo se habían finiquitado con la rutina y los rezongos con los que lo acosaba casi a diario. Se metió la mano al bolsillo de la camisa en busca del un cigarrillo para tratar de serenarse, porque de todas maneras un muerto es un muerto, y peor metido en tu casa, así ésta fuera una pocilga. ¡Oh sorpresa! Un billete de 100 soles aún le alumbraba, con esto le alcanzaba para los trámites. Lo tenía encaletado dentro de la cajetilla. Cerró la puerta del cuartucho y pasó a la primera estancia, donde encendió su cigarrillo. Un ruido inesperado lo sobresaltó, hasta casi tomó la escoba pensando que era un nuevo roedor. Por eso no apagó el fósforo con que encendiera el cigarrillo. Un papel se deslizó por el umbral de la puerta, se agachó a recogerlo, apenas si estaba doblado. Entreabrió la puerta. El día ya se había hecho. Enrumbó hacia la comisaría y luego, pensó, iría con los bomberos para que se llevaran el cuerpo del viejo a la morgue. Empezaba a darle algo de pena. Espantó cualquier sesgo de sentimentalismo. Mientras enrumbaba en busca de la policía, desdobló el papel y leyó: Martina lo estaba demandando por 10 años de alimentos, los mismos que dejó de verla, de alternar con ella. Y él, como presidente vitalicio del partido del cojudismo, había inscrito ambos nombres en el hotelito, donde ella le requetejurara amor hasta andar tomados de la mano ya viejitos. Esto antes de abandonarlo despatarrado en la cama del hotel de donde tuvo que escabullirse silenciosamente dejando sus zapatos. Recién se dio cuenta que estaba andando descalzo.


UN POEMA


LA ROSA INMARCHITA                                             
Cultivé una
Rosa de plata
En tu ausencia
Para que no se marchitara.

(Vientos alisios
Rocío de arena
Pétalos de agua
Delgada luna
Azulado talle
Ramas de aire)

Una rosa de
Plata cultivé
En tu ausencia
Para que no se marchitara

(Vientos de arena
Pétalos alisios…
Rocío de agua

Delgado talle
Ramas azuladas
Luna de aire)

En tu ausencia cultivé una
Rosa de plata
Para que no se marchitara.

(Vientos azulados
Delgada arena
Pétalos de aire

Luna de rocío
Alisios talles
Ramas de aguas).

Para que nunca
Se marchitara
En tu ausencia
Cultivé una
Rosa de plata.

(Vientos de aire
Rocío de agua
Luna azulada
Alisias ramas
Talle de arena
Pétalos de nadie)

La rosa de plata
Saltó hacia la luna
Montada en el aire

Ni lluvias de arena
Ni bosques ni ramas
Quebraron su delgado
             Talle

(Azulados pétalos
Nadan en rocío
Marchitan el agua

Los vientos alisios
Se llevan la rosa
      Argentada
Por la vía láctea).

                                                                  (18.03.86)





JUAN PEDRO CARCELEN (Director de Cultura del Club Social Miraflores, MAYNOR FREYRE (Premiado) y JOSÉ BELTRÁN PEÑA (Director de la Sociedad Literaria Amantes del País)

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