DOS
CUENTOS
EL TEAM DE LOS
CHACALES
Chacal. Una especie de perro salvaje,
algo menos que un lobo, quizá equiparado con el coyote. En todo caso un
cuadrúpedo abyecto, cobarde cuando está solo. Feroz cuando anda en manadas. Con
la ferocidad del lobo y la astucia de la zorra. Así es este animal.
Y así los apodamos cuando llegaron al
barrio, caminando a pasos remolones, de mirada retrechera. Vestían
arrabaleramente: llevaban pantalones parchados, zapatos de distinto color,
zapatillas atadas con soguillas, camisas con el cuello y las mangas
arranchadas; tenían un pañuelo amarrado a la frente que daba vuelta a todo el
cráneo, al estilo de los piratas de las películas, con el que pretendían detener la caída de sus hirsutos cabellos.
Se sentaron bajo los pinos, en la bajadita
que servía de tribuna a quienes no jugaban. Con las cabezas gachas, mirándonos
de refilón. Nosotros seguimos el partido, pero esmerándonos en hacer las
mejores jugadas, para lucirnos, cómo no. Hasta que “La Lora” se lesionó y,
medio alocado como era, invito a uno de ellos a reemplazarlo: oye primo –dijo
con su voz nasal-- entra por mí que me he jodido el tobillo. Inmediatamente
todos nos miramos, como si de repente el día se hubiera convertido en noche o
estuvieran cayendo rayos sobre Lima.
El que entró a jugar era un cholo grandazo
con unos yines viejos cortados hasta las rodillas. Inmediatamente sacó de su
bolsillo trasero un, más que pañuelo, trapo descolorido que circundó alrededor
de su cabeza. Poseía un dribling endemoniado pero a su vez tan desordenado que terminaba
por llevárselo al out, fuera de la
cancha. Al principio creímos que era
por los nervios del inusitado debut y lo apodamos “Loayza”, como al
maestrito del Ciclista Lima. Pero al ratito su loca gambeta lo llevó a chocar
nada menos que con el flaco “Huaraca” Cairo, quien le dio una soberbia barrida.
Entonces el cholo “Loayza” se puso en pie descontrolado y se le fue encima al
más bronquero del barrio. Y se armó la trocatinta.
De caballeros era que los dos pelearan solos
en medio de un ruedo hasta darse lo suficiente y entonces separarlos. Pero los
chacales eran nada menos que chacales. Para ellos todo debía hacerse en manada.
En un santiamén nos vimos envueltos todos en la pelea: quienes estábamos
jugando el partido y los espectadores de toda laya; hasta los perros empezaron
a mordisquear por aquí, por allá y por acullá. “Huaraca” había madrugado a
“Loayza” rompiéndole las narices de un artero cabezazo aunque ahora se las veía
negras pues el cholo le estaba haciendo el abrazo del oso y lo tenía medio
afixiado. “La Lora”, quizá por el sentimiento de culpa surgido a raíz de hacer entrar al chacal a
reemplazarlo, lanzó una genial idea a grito pelado: ¡carajo –dijo con su voz
nasal— por qué no definimos esto en un partido de fútbol!
Fue como si un hada madrina hubiera sacado
su varita mágica y paralizado a toda la sarta de energúmenos en que nos
habíamos convertido. Pero la tregua duró apenas un suspiro. Ya llevábamos las
de perder, pues al verse en minoría los chacalitos habían ido por refuerzos, y
eso significaba hermanas y hasta madres portando sartenes y cacerolas para
defender a sus críos. No sólo eso: algunas bacinicas, no precisamente vacías,
surgieron enristradas por hermanitas furibundas. Los más chicos del barrio
corrieron a soltar los perros bravos y adiestrados guardados en los jardines de
algunos de los caserones de las familias de la muchachada y nuestras madres
asomaban por las ventanas de los segundos pisos, así como las sirvientas por
las azoteas, lanzando procacidades que nosotros creíamos indignas de sus santas boquitas. Todo era en vano. La
trocatinta se había armado pesase a quien pesase. La sangre se fue mezclando
con el barro y los orines y ni siquiera era posible una honrosa retirada, pues
los invasores se mostraban dispuestos a luchar hasta el exterminio final.
En eso, ¡oh milagro!, se escuchó una voz
ronca, de mando, que en forma estentórea hizo un llamado al alto el fuego.
-¡Comadres, paren esto!
¿Quién les va a dar después ropa para lavar, quién les va a comprar sus tamales
los domingos, quién va a contratar a sus maridos como electricistas,
gasfiteros, albañiles, pintores, mecánicos, carpinteros...?
No la dejaron ni terminar la larga
enumeración, mientras yo coloradote por ver a mi abuela en trazas de entrecasa
(seguro había estado dándole de comer a las aves en el corral) gritando como
una placera en pleno parque, trataba de escabullirme por entre el seto de
granados que cercaba el recinto.
No la dejaron terminar y como una decena de
sus comadres se le acercó lloriqueando a pedirle perdón, en tanto otra decena
de ahijados se postraba ante ella de rodillas con la cabeza gacha. La escena se
tornaba trajicómica en medio de la barahúnda de súplicas que rodeaba a mi
abuela mientras las orondas vecinas cerraban sus ventanas consternadas por la
aborrecible visión que se presentaba ante sus compungidos ojos: toda una
señorona como la Santander, tratando de parlamentar con la cholería y la
zambería callejonera y corralonera.
De repente interrumpió la escena otra
trocatinta mayor: cientos de extraños personajes habían irrumpido por la
avenida Santander apedreando automóviles particulares, parando a los escasos
ómnibus destartalados que circulaban por sus pistas y un grupo de ellos cargaba
en vilo un enorme mojón pintado de blanco y negro, de esos que servían para organizar el tránsito en las vías de
doble sentido, echándoselo encima a un pequeño automóvil cuyo chofer huía
despavorido en tanto su carrito se convertía en un trozo de chatarra aplastado
contra el suelo. No tardaron en aparecer los “caimanes” cargados de policías de
asalto entrando justamente por todos los lados del parque donde jugábamos
pelota y arremetieron contra todo el mundo, especialmente contra los “Chacales”
cuya pinta, aunque más estrafalaria, se parecía mucho a la de los agitadores
vestidos con pantalones remangados hasta las rodillas y en bividí. Mis hermanos
y yo, junto con algunos muchachos del barrio embalamos rumbo a mi casa por ser
la más cercana, trasladando a mi abuela casi en andas, hasta la pasamos por
encima de los setos de granados que rodeaban al parque, mientras a su tras
corrían sus caseras pidiéndole no nos abandone por favor comadrita, rogando sus
ahijados, madrinita no nos deje que ahora sí no nos libramos de la cana.
¡Tremendos chacales, ojalá los maten!, refunfuñaba yo para mis adentros, hasta
llegar a la puerta falsa del caserón por donde mis hermanos mayores ya habían
logrado introducir a la abuela.
La policía de asalto nos pisaba los talones
y apenas ingresamos los de la familia con algunos amigos del barrio intenté
cerrar la puerta falsa para que nadie más entrara. El vozarrón de mi abuela me
petrificó: ¡Pobrecito de ti mal nacido si le cierras la puerta a esa pobre
gente perseguida inocentemente! Y luego, dirigiéndose a los policías que
pugnaban por ingresar al jardín exterior de la casa: Ustedes no saben quién soy
yo, abusivos, al primero que transponga una raya de mi santo hogar lo traspaso
de un solo balazo, así me caiga muerta aquí mismito. Y se apareció en la puerta de la casa ya con otra pinta, con unos
tacones puestos que seguramente las negras sirvientas de la casa se los habían
traído junto con el abrigo de pieles que ahora lucía tocada por un sombrero de
esos de ir a los matrimonios, pero siendo lo más imponente la vieja escopeta de
cartuchos que nos servía, de puro malograda como estaba, para jugar a la
comboyada.
Ah, y por si caso, los saluda la viuda del
general Santander, cuyo epónimo nombre lleva la calle que están pisando. El
oficial al mando del grupo de asalto, un capitancito de ralo bigote, quiso
hablar, pero lo mandó cuadrarse ordenándole que formara la tropa, porque cómo
era posible que tuviera así sudorosos a sus hombres que daban pena, todos unos
servidores de la patria, acérquese no más, le dijo, no me tenga miedo, no le
voy a hacer nada, y le arregló al capitán el nudo de la corbata, le acomodó la
polaca y le dio el primer vaso de chicha que las negras cazurras habían sacado
en un gran porongo y empezado a repartir entre los asilados de la casa, que hasta
revoltosos los había, aparte de toda la comadrería y los ahijados y mientras le
contaba al capitán las hazañas de su difunto esposo que en paz descanse, dictó
la orden de retiro para los asediadores, quienes subieron marchando a sus
camiones y se marcharon. La abuela sacó repentinamente la pelota de cuero
debajo de su abrigo y de un patadón la envió al techo: y pobre del que me la
saque de ahí antes del próximo domingo, porque eso sí el partido contra el Team
de los Chacales si que no me lo voy a perder por nada para la semana que viene.
Como parece tampoco pasará con “Loayza” y “Huaraca”, a quienes en vano “La
Lora” pretende hacer que se abracen como hermanitos. Y a mí, que temblaba de
hacerlos entrar a la casa así la policía
los llevara presos, los “Chacales” y su parentela me van agradeciendo uno por
uno. Será por respeto a la abuela, porque yo sí los metería de cabeza a la cana
por sucios, zarrapastrosos y barulleros.
LA
NOCHE ES JOVEN
(Lima, 10.06.05)
Tambaleante por el cansancio
y la modorra (causada por los tres últimos tanganazos que se había lanzado a
pecho secando su última chata de pisco), cruzó trastabillando el gastado
empedrado del patio del conventillo, mucho antes casona de antepasados de prosapia.
En la brumosa noche supo, más por hábito que por intuición, arribar casi a
ciegas hasta la desvencijada puerta que su padre –quien como borracho plantado
bien sabía cuándo el hijo se iba a pegar su buen madrugón— le dejaba cerrada de
especial manera: firmemente cerrada, pero sin trancar. Intentó abrirla tal como
sabía; levantándola de la manija del lado derecho y empujando con fuerza del
izquierdo. Antes de que cumpliera con el rito completo, una sensación de
nauseas lo interrumpió, los efluvios de un hedor que empezaba a tornarse
insoportable empezaron a ingresar por entre sus narices. Intentó encender el
bombillo de luz pero se acordó que debían más de tres meses de consumo y antes
de haber podido recurrir a sus fósforos ya había sentido bajo su pie izquierdo
un cuerpecillo gordo de cerdas erizadas que pareció reventar ante su peso. Por
el vano de la vieja puerta empezaba a filtrarse el primer claror de la
madrugada y gracias a ello logró percatarse de que se trataba de la rata.
Aquella de nocturno roer y roer obligándolo a taponarse los oídos. Ante esta
constatación se dio cuenta que al principio le había recorrido un pequeño
friecillo por el cuerpo hasta golpearle el cerebro: creía que el viejo había
estirado la pata al fin y de inmediato se preguntó: ¿Ahora cómo chucha lo
entierro? No le quedaba sino chauchilla de su sueldo, cobrado después de muchos
años de cachuelero, al gordo Peponazo. Hace cuatro días lo había recibido
feliz, contento de poder salir en parte de sus innumerables deudas y contento
de poderle ya dar de comer al viejo algo decente que le llenase el vientre para
que no lo ande jodiendo con eso de que yo que me desvivido por ti, hasta te he
dado una carrera que has desperdiciado por la bohemia, llegas todos los días
zampado oliendo a trago barato. Por lo menos yo... Y proseguía con su perorata
de que había sido un bohemio fino, hasta en el bar inglés del Gran Hotel
Bolívar había chupado, y con su plata, buenos pisco sauer se había tirado en el
Hotel Maury, cuando recién apareciera esa delicia de trago, te servían en unas
copas que parecían lavatorios y con un par ya estabas picadito, porque por lo
dulcete no podías empinar más de dos, si no te cagabas con la diabetes; porque
eso sí, él ya estaba plantado, y aparte del hígado que le jodía con esas
punzaditas de vez en cuando, bien podría tragar piedras y ni mierda le iba a
pasar. Se tornaba cada vez en más procaz, a medida que avanzaba su eterno
discurso, hasta caer en la total coprolalia. No, no se había librado del viejo,
era la maldita rata la que había estirado la pata en una pose hilarante, casi
sonriente con la boca abierta. Agarró un periódico pasado del cajón donde los
guardaba y con la otra mano se colocó su pegajoso y moquiento pañuelo sobre las
narices. La tomó de la cola y salió rumbo al cilindro de basura del
conventillo, calladito y en puntitas de pies, para tirarla allí sin que los
vecinos se dieran cuenta y pitearan por las huevas. ¿Adónde iba a arrojar al
bicho?. La muy cojuda se había comido el pan duro bien rociado con el veneno
que le prestara su pata Juanito, quien siempre andaba en guerra con los
asquerosos animalejos. Qué buenas noches se habían mandado. Ella, la Martina,
lo fue a buscar apenas supo que estaba trabajando y que iba a cobrar. Él, como
buen cojudo, había estado pregonando que a fines de abril le pagarían su primer
sueldo por producir un programa de televisión y otro de radio para aquellos
amigos que habían hecho un pingüe negocio moliendo y embolsando yerbas de la
sierra y de la selva que antes sólo usaban los curanderos de poca monta, y
ayudados por la publicidad y la propaganda a través de los grandes medios
hallaron la gallinita de los huevos de oro. A él qué mierda lo que molieran,
con tal que le pagaran puntual y más o menos bien. La culpa era de ésa su manía
reciente de ir a matar la noche, que siempre era joven, en el Queirolo
tomándose una inocente Inka Cola, todo zanahoria, pitito, como si tuviera el
brazo en cabestrillo para el trago. Y ahí se iba de lengua con eso del sueldazo
a recibir a fines de abril. La Martina debió enterarse por esos medios, porque
él años que no alternaba con ella, la que fuera la mujer de sus sueños, a la
que corría a comprarle la merca hasta La Victoria, barrio limeño maleadazo, con
tal de que no le armara lío y le dejara la casa hecha pedazos. Era la época
cuando a la mitad del caserón de La Colmena lo dedicaba a una academia y en la
parte donde él vivía recibía a todos los amigos poetas y escritores, pintores e
intelectuales para darse caché gastando los ingresos que le daba la preparación
preuniversitaria, y estos se turnaban en entretener en la cama a la Martina
mientras él, mismo presidente del partido del cojudismo, cómo no, se mandaba
hasta la rica Vicky para proveerse de los polvitos mágicos que tanto le
agradaban a Martinita y su cohorte de zánganos, y nada menos que a la calle
Renovación, antiguo jirón Huatica ó 20 de Septiembre, donde su padre le contaba
se iba a tirar unos polvos de la patada con unas hembras importadas, made in
France o yugoeslavas, como también españolas y chilenas, por supuesto, allí
estaba la incomparable Lulú, chilenita de las buenas, y la única peruana
disputable era la pecosita Roxana. Ahora, Renovación era un antro de paqueteros
espectrales, mundo de zombis creados por la ultramodernidad, por el
recontraliberalismo. Y las mechaderas, se veía obligado a pegarle a ella como a
hombre hasta noquearla para que no le hiciera pedazos la casa y para que
confesara con quiénes se había acostado en su ausencia. Y lo fue a buscar.
Cuando él salía boyante –le habían dado su flamante tarjeta del cajero
automático del mejor banco de la ciudad, para que no te tires de sopetón toda
la platita, pues cholo-- ella estaba allí, en la plena puerta de la gran
oficina de la avenida Javier Pardo de San Isidro, dispuesta a lambisquearle
unos buenos tragos con su blanca de yapa: hasta el hotelito donde se iban a
hospedar había ya elegido, para que no nos jodan los gorreros, papito, para
pasarla como antes, para acompañarte, ahora sí, para toda la vida, hasta llegar
a viejitos. Peponazo sabía que era pura mentira, que sólo lo buscaba ahora que
cargaba guita. Pero la soledad es la peor consejera, adónde mierda iba a irse,
¿a chupar con los pocos patas que aún asistían a Queirolo?, pues el resto o
había muerto de cirrosis o sus familiares o amigos los habían llevado lejos del
vicio, al extranjero o a la provincia natal. Algunos se estaban salvando, pero
ya andaban hechos unos cojudos. El mes de para lo hacía meditar. Y la Martina
llegó bien arregladita, se había lavado la cabeza con champú y
reacondicionador, echado unos afeites en la cara, llevaba puesto desodorante y
las uñas de los pies pintadas. Hasta la dentadura parecía brillarle como
antaño. A buen hambre no hay pan duro. En efecto, la pasaron requetebién en el
hotelito, justo al lado de un cajero automático bancario, ella hasta había
llevado un radio toca casete medio antiguacha donde colocaba las grabaciones de
sus buenos tiempos, cuando Martina era la hembra más apetecible de Lima, una
especie de hawaiana criolla, de buen tamaño y carnes llenas de duritas
protuberancias, además de juguetona como ella sola en el ring de las cuatro
perillas, como decía el gordo, ufanándose de poner a flor de labios un secreto
conocido en carne propia por muchos de sus contertulios. En fin, la semana que
se mandó en el hotelito con la Martina le supo a maná del cielo, él que no
pasaba una noche completa con mujer
desde hacía años de años. Vinos franceses, unas cuantas chatas de buen pisco,
cómo no, con sus botellones de ginger ale, su botellita de amargo de angostura
y su limón para el consabido chilcano, cigarrillos Lucky Strike que pudo
conseguir, aunque con filtro, y comida criolla traída desde el mismo
automercado abierto toda la noche para su beneplácito. Mas ahora, después de
botar la rata y sin plata en el bolsillo, salvo el sencillito para los pasajes,
lo atacó un hambre felino: sólo vio el pan duro talqueadito que por poco le
echa diente; el recuerdo de la rata tiesa lo disuadió de tamaña tropelía. No
obstante, la maldita alimaña había dejado su hedor en el ambiente. Decidió
pasar al cuartucho que compartía con su padre: el viejo era lo que apestaba.
Yacía en una pose de saltimbanqui, caricaturesca, sonriente, parecida a la de
la rata. Los panes duros mordisqueados lucían lúgubres sobre la vieja mesita de
noche. Un enjambre de moscas saltó de su cuerpo yerto / yermo cuando el gordo
se le acercara. No había nada por corroborar. Calculó y de inmediato dio media
vuelta para dar parte a la comisaría distante unas cuadras. Vendrían de ahí y
luego rumbo a la morgue y después a la fosa común; él no tenía plata para
velorio, ni siquiera para ataúd y nicho, y los pocos vínculos afectivos que lo
ligaran al viejo se habían finiquitado con la rutina y los rezongos con los que
lo acosaba casi a diario. Se metió la mano al bolsillo de la camisa en busca
del un cigarrillo para tratar de serenarse, porque de todas maneras un muerto
es un muerto, y peor metido en tu casa, así ésta fuera una pocilga. ¡Oh
sorpresa! Un billete de 100 soles aún le alumbraba, con esto le alcanzaba para
los trámites. Lo tenía encaletado dentro de la cajetilla. Cerró la puerta del
cuartucho y pasó a la primera estancia, donde encendió su cigarrillo. Un ruido
inesperado lo sobresaltó, hasta casi tomó la escoba pensando que era un nuevo
roedor. Por eso no apagó el fósforo con que encendiera el cigarrillo. Un papel
se deslizó por el umbral de la puerta, se agachó a recogerlo, apenas si estaba
doblado. Entreabrió la puerta. El día ya se había hecho. Enrumbó hacia la
comisaría y luego, pensó, iría con los bomberos para que se llevaran el cuerpo
del viejo a la morgue. Empezaba a darle algo de pena. Espantó cualquier sesgo
de sentimentalismo. Mientras enrumbaba en busca de la policía, desdobló el
papel y leyó: Martina lo estaba demandando por 10 años de alimentos, los mismos
que dejó de verla, de alternar con ella. Y él, como presidente vitalicio del
partido del cojudismo, había inscrito ambos nombres en el hotelito, donde ella
le requetejurara amor hasta andar tomados de la mano ya viejitos. Esto antes de
abandonarlo despatarrado en la cama del hotel de donde tuvo que escabullirse
silenciosamente dejando sus zapatos. Recién se dio cuenta que estaba andando
descalzo.
UN
POEMA
LA ROSA INMARCHITA
Cultivé una
Rosa de plata
En tu ausencia
Para que no se marchitara.
(Vientos alisios
Rocío de arena
Pétalos de agua
Delgada luna
Azulado talle
Ramas de aire)
Una rosa de
Plata cultivé
En tu ausencia
Para que no se marchitara
(Vientos de arena
Pétalos alisios…
Rocío de agua
Delgado talle
Ramas azuladas
Luna de aire)
En tu ausencia cultivé una
Rosa de plata
Para que no se marchitara.
(Vientos azulados
Delgada arena
Pétalos de aire
Luna de rocío
Alisios talles
Ramas de aguas).
Para que nunca
Se marchitara
En tu ausencia
Cultivé una
Rosa de plata.
(Vientos de aire
Rocío de agua
Luna azulada
Alisias ramas
Talle de arena
Pétalos de nadie)
La rosa de plata
Saltó hacia la luna
Montada en el aire
Ni lluvias de arena
Ni bosques ni ramas
Quebraron su delgado
Talle
(Azulados pétalos
Nadan en rocío
Marchitan el agua
Los vientos alisios
Se llevan la rosa
Argentada
Por la vía láctea).
(18.03.86)
JUAN PEDRO CARCELEN (Director de Cultura del Club Social Miraflores, MAYNOR FREYRE (Premiado) y JOSÉ BELTRÁN PEÑA (Director de la Sociedad Literaria Amantes del País)