LUIS YAÑEZ: POETA EN LA EXTENSIÓN DE LA PALABRA
Por WINSTON ORRILLO.
“¡Torres de Dios! ¡Poetas!/ ¡Pararrayos
celestes!”
Rubén
Darío
No recuerdo desde cuándo conozco –y admiro- al poeta,
educador y luchador social Luis Yáñez.
Creo que fue en una cueva, cuando ambos
éramos pitecantropos, Y nos dedicábamos al arte rupestre. Y yo lo veía pergeñar,
entonces, sus primeros balbuceos
líricos.
Aparte, por cierto, de los dibujos de aquellas fieras que,
hogaño, llaman la atención y han sido desvalijadas por los llamados “artistas
modernos y/o contemporáneos”
Pero, desde entonces, su discurrir fue anfractuoso, pues no
escogitó el camino facilongo del enriquecimiento neoliberal, y su poesía
laudatoria del statu quo, sino que se
puso al lado de “los de abajo”, y compartió sus vicisitudes, y les enseñó lo
poco (en realidad, mucho) que sabía, pues su estirpe pertenecía a la de
aquellos que siembran en las mentes –y almas- los caminos de la inteligencia,
de la forja de ese mundo nuevo (aún sin construir).
Era, es, fue, desde siempre –no se había aún inventado el
terminejo- un intelectual, un maestro comprometido
(Sartre y Simone de Beauvoir, aún no se asomaban al matadero en el que nos
tocara discurrir).
Arequipa, tierra de poetas y espartanos (recuerdo, aparte de Melgar, nuestro pre-Javier Heraud, y a
otro un un jurista impoluto, al que las leyes sociales –hoy pateadas y
escarnecidas por el neoliberalismo ad
usum- pero al que los trabajadores tanto le deben: Jorge Rendón Vásquez). En Arequipa, pues, y en 1931, nace Luis
Yáñez Pacheco, maestro –en el arte y la vida- por antonomasia.
Ni qué decirlo: el Misti fue su padrino, y ese mágico cielo
diáfano lo alimentó, nutrió su espíritu y sus neuronas: con su adrenalina fue,
lenta pero seguramente, alimentando su estro. Y el contacto con la juventud,
con los alumnos del arte y la vida, le sirvió sin ninguna duda.
Y vinieron sus libros, de poesía y de teoría poética, hasta
concluir, provisoriamente, en esta Antología
personal , cuyos primeros cuatro números ha tenido la exquisita gentileza
de hacérnoslos llegar, y que motivan estas frágiles letras de agradecimiento.
Porque, en ella, cada entrega, nos re acerca a su poética,
pues, aparte del obligatorio tributo lírico, verbi gratia, en el número 2, discurre –como si estuvieras en pleno
dictado de clase de “El arte de la
ficción”, con términos fácilmente inteligibles, como que están dedicados a
sus alumnos, digamos de la inmortal Cantuta.
En el número 4 de la
misma colección, hay páginas luminosas
sobre Teoría poética: “Cómo
se escribe un verso”, el mismo
título de una de sus composiciones paradigmáticas, que no podemos dejar
de citar en su integridad, y que es una de las infaltables piezas de
cualesquiera de las antologías poéticas ad
usum,:
Léamosla:
“Cómo se escribe un
verso: Por si acaso,/ por si necesitas/ mi filiación/ para que las teorías y
la metafísica/ no sean requisitorias/ contra mi muerte,/ te voy a decir/ cómo
se escribe un verso.//Nacer a la vida/ y ser apaleado.// Cruzar con urgencia la
niñez/ y ser apaleado.// Amar/ y ser apaleado.// Estar en la verdad/ y ser
apaleado.// Una pausa,/ porque el lomo del hombre/ no es tan fuerte.”
Basta leer esta presea para saber frente a quien estamos!
Cuando los hombres de su edad se hallan en casas “de reposo”
o al cuidado de los nietos sublevantes, a Luis Yáñez, al maestro, al poeta, al
camarada, lo hallamos en la permanente Feria Popular del Libro, en la
emblemática Amazonas. O en las
conferencias y marchas para que nuestra bienamada patria cambie de una vez por
todas, previa fumigación de las inexpresables jaurías que emporcan el Congrezoo nacional.
Todas las entregas de ésta, su Antología personal, llevan el óleo que le hiciera otro artista
inmortal, Bruno Portuguez, el
grande.
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