viernes, 6 de octubre de 2017

ANTOLOGÍA "EN TIEMPO REAL" (SOBRE GUSTAVO ARMIJOS Y LA TORTUGA ECUESTRE) Por ROGER SANTIVAÑEZ.

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(Uno de los números, que Gustavo Armijos, tuvo a bien dedicarme en su importante La Tortuga Ecuestre. JOSE BELTRAN PEÑA.)

Un día, Róger Santiváñez, en una conversación dijo más o menos así: “La historia de la poesía peruana de las últimas décadas no puede excluir, de ningún manera, a Gustavo Armijos”. Cierto. Aunque haya quienes digan o quieran decir lo contrario, es cierto. Gustavo, no solo como poeta, sino como promotor terco, impenitente, inagotable, de poetas. Y es que desde 1973, sin prisas ni pausas o, perdón, quiero decir con prisa y sin pausa, viene entregándonos lo que sería, digamos, la antología “en tiempo real” de la poesía peruana; esto a través de una sencillísima revista a la que le puso el nombre de uno de los más emblemáticos poemarios de César Moro, el único que nuestro poeta surrealista escribió en francés: La tortuga ecuestre, y cuyo primer número apareció con el nombre de Isaac Rupay como Director. Y, por cierto, el sueño de Gustavo pareció surrealista al principio, pero –andando el tiempo- se convirtió en el empeño más real del que hemos podido ser testigos. Hasta ahora han pasado cuarenta y cuatro años, pero sus publicaciones ya van prácticamente por los cuarenta y cinco (y esto sí es surreal, pero visible y palpable). Yo llegué a Lima en 1972 y a principios del año siguiente (claro, en el quiosco de don Néstor Jáuregui, en una esquina del Parque Universitario) una de las primeras cosas que vi con alegría –además de “Hontanal”, la revista que dirigía Roberto Rosario, en la cual apareció el primer poema mío publicado en Lima- fue La tortuga ecuestre. La alegría mía, lo confieso, se debió a que allí apareció ante mi mirada absorta un poema que simplemente me pareció (y sigue pareciéndome) extraordinario: “Franz, historia de un gusano”. A su autor yo ya lo conocía o, mejor dicho, ya sabía de él. En 1971, en La Crónica leí la columna de un periodista cuyo nombre no recuerdo en que hablaba de su visita al Festival “Contacta” que se había realizado en el Parque Neptuno y contaba que –entre otras cosas- lo que más le impresionó fue la presentación de un poeta, jovencito aún (“apenas salido de la secundaria”, dijo, si mal no recuerdo) que leyó poemas con notable emoción; y en la columna transcribió uno de los poemas suyos, en que hablaba de la Guerra de Vietnam y aludía a los helicópteros llamándolos “libélulas”. ¿Quién era ese novel poeta? Pues, Juan Carlos Lázaro. Poco tiempo después conocí a Gustavo Armijos y nos hicimos amigos, y con ese primer número de su revista (y a veces con el cliché o plancha de imprenta en que aparecía el nombre de la publicación) caminamos y caminamos duro y parejo por las calles de Lima (dizque “la horrible”), entrando en librerías y academias de preparación preuniversitaria, ofreciéndola a jóvenes y viejos. No creo equivocarme: en La tortuga ecuestre han aparecido todos los poetas (“habidos y por haber”) de nuestra impredecible comarca, de las generaciones posteriores a 1960, y siguen apareciendo. Una revista extremadamente sencilla: apenas un par de hojas A-4 dobladas en dos y engrapadas. Es que la poesía no necesita ser envuelta en papel celofán o enmarcada en pan de oro: vale en sí misma y por sí misma; y esto lo sabe Gustavo, y todos los poetas lo saben, por eso a muchos les regocija ver sus poemas publicados en La tortuga ecuestre, aunque de la boca hacia afuera quieran negarlo. Es, realmente, valiosa la labor de Armijos: a pesar de ventarrones y baches, sigue adelante, imperturbable. Esto merece reconocimiento, sin ninguna duda. Pero, la verdad: con o sin reconocimiento, este poeta piurano está y estará siempre allí: en nuestra historia literaria, como el jinete (¿o chalán?) impenitente de este “quelonio de papel” que desafía incluso las leyes de la cronología (estamos en el año 2017, pero La Tortuga ecuestre ya cabalga en los prados del 2018). Surrealismo, pues. Pero real. ¡Un abrazo, querido Gustavo!


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