LADRON DE LIBROS, LADRON DE TIEMPO.
Por JORGE CUBA LUQUE.
A Tito Quesada
Difícil no haber conocido a Tito Quesada si uno era un latinoamericano varado en París y tenía tiempo que perder en los cafés aledaños al restaurante universitario de Mabillon, en el que Tito almorzaba desde tiempos inmemoriales. Estudiante que nunca estudió, aprendió sin embargo el arte de enemistarse para siempre con sus mejores amigos por el solo placer de reconciliarse con ellos tan pronto como fuera posible. Se conocía de memoria las calles del Quartier Latin aunque le resultaba complicado indicarle a un turista cómo llegar a la catedral de Notre Dame o a la Sorbona pues, ¡carajo!, él no era policía de turismo. Él era un auténtico parisino, es decir, esa variante de la especie humana que deambula sin motivo aparente por las calles de la vieja Lutecia, adonde llegó allá por el sesentaitantos sin que nadie, ni él mismo, hubiese sabido bien para qué. No tardó en sentar sus reales entre Odéon y Mabillon, por entonces circuito obligado del exilio latinoamericano político, artístico o estudiantil, por lo barato de los alquileres. Había dejado atrás Lima, cuando en la ciudad la inmigración andina aún no sobrepasaba las barriadas periféricas; Tito se quedaría para siempre en la Lima de “los apachurrantes años 50” y nunca la volvería ver de otra forma pues jamás regresó.
Conocí a Tito a comienzos de los 90, a la entrada del “resto U” de Mabillon donde tenía cita con un amigo que me comentó que ahí la comida era buena y barata, cualidades obviamente incompatibles. Tras olfatearnos de lejos con la mirada nos persuadimos de que éramos peruanos, nos saludamos y, sin más, me vi formando parte de su círculo de amigos íntimos pues todos sus amigos eran íntimos, y, como tal, me gané el derecho a escucharlo contar sus anécdotas una y otra vez, siempre las mismas. A diferencia de los inauténticos, Tito no se daba la molestia de alterar sus relatos cada vez que los repetía, lo que hacía que sus contertulios, al escucharlo, en lugar de irse, le prestaban una atención renovada. Más bien era él el que se iba, a comprar un diario; a diferencia de los cucufatos intelectuales que compraban Le Monde o Libération, él compraba Le Parisien, a fin de cuentas, vivía en París; y también L’Equipe, con el que seguía los resultados del fútbol, tema en el que era un connaisseur. Fue por esa sapiencia futbolera que Javier Urruchi, que había lanzado la revista Barrio Latino, le encomendó la rúbrica de Historia de los Mundiales, en 1998, que devino una de las más leídas de la publicación.
Fue él, Tito, quien me reveló un arte muy practicado en París: el robo de libros, revelación que más tarde me permitiría escribir un libro de cuentos, Ladrón de libros, en el que, con el nombre de Don Tato pero perfectamente identificable por quienes lo frecuentamos, aparece el amigo que hoy nos deja. Don Tato es una deuda impagable que tengo con Tito pues sus gestos, su voz, su mirada miope como la mía, están en esas páginas que él inspiró. Enrique, Tata, Horacio (el más peruano de todos los chilenos), Jorge “Mantequilla”, Alejandro, Willy, y quien esto escribe, nos quedamos con él en Mabillon. Como en uno de esos tangos que tanto le gustaban, a Tito le ha tocado emprender hoy la retirada. Nosotros, su buena muchachada, nos detendremos en un café del Quartier Latin para recordarlo y perder así el tiempo pues todo tiempo se pierde, todo tiempo se gana, y Tito sin saberlo lo sabía.
Jorge Cuba Luque
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