Vargas Llosa totalitario
Yo no sé si Mario Vargas Llosa se da cuenta hasta qué punto su último desplante —cancelar de súbito su participación en una obra teatral hecha en homenaje a él, solo porque la autora compartió una noticia que criticaba su Bienal— lo deja como un hombre autoritario, patriarca en otoño y marqués de la intolerancia, una caricatura cercana a la de los poderosos del Trópico en los tiempos del boom. Yo no sé hasta que punto el Nobel es consciente de la contradicción entre sus últimas acciones y el hecho de alabar la buena literatura porque forma el “pensamiento crítico”. Yo no sé si el escritor nota que el hecho de que nadie se refiera al tema en las páginas culturales de los diarios peruanos es una demostración grosera del poder que ostenta, de que el respeto que todos le tienen —tenemos— al creador magistral ha devenido para algunos en esa cosa tan dañina: el miedo. Como en la novela latinoamericana que bebe de Faulkner, como en cierta historia sobre una rebelión aplacada con furia en el desierto, el escritor se parece, por un segundo, a ese hombre fuerte que mira a las molestosas moscas esperando el momento de darles un manotazo.
Todo empezó con un manifiesto que criticaba la escasa presencia de mujeres en la Bienal Vargas Llosa. La carta se refería a la poca proporción de escritoras en el evento, que cada dos años organiza conversatorios literarios y entrega un premio de novela. Decenas de escritores apoyaron el texto. De hecho, algunos de los autores más importantes en lengua castellana firmaron: Juan Villoro Mario Bellatín, Rosa Montero, Jorge Volpi, Mariana Enríquez, por mencionar algunos. El espaldarazo fue tan rotundo que la carta fue publicada como noticia en varios diarios, entre ellos, El País. El escritor Jeremías Gamboa, una suerte de “ahijado” literario de Vargas Llosa, se refirió al tema con la buena onda que lo caracteriza: «No tengo duda de que este llamado de atención va a sentar un precedente en este y en otros premios y festivales.» Mariana de Althaus, pareja de Gamboa, compartió la noticia. Todo muy amable, muy cordial y muy cuidadoso. El asunto pudo haber terminado allí. Pero no.
Lo que pasó después, como bien dijo el escritor chileno Pablo Simonetti, fue “una triste historia”. De Althaus, una de las dramaturgas más destacadas del país, había preparado una obra de teatro basada en la vida de Vargas Llosa. De hecho, la obra estaba escrita para que el propio autor participara en el acto final, que recrea el momento en que el Vargas Llosa recibe la llamada que le anuncia que ha ganado el Nobel. Durante la feria, iba a hacerse una lectura dramatizada con la participación del escritor. Gamboa, por su parte, ha sido tal vez el más activo perpetuador del mito vargallosiano: en talleres y conferencias, ha compartido, como ningún otro autor de su generación, el entusiasmo por la figura de Vargas Llosa, ese relato que lo pinta como un rebelde libertario frente a las opresiones (la fantasía como forma de libertad). Por supuesto, a mí esas demostraciones y alabanzas me dan cosa, me parece que rayan en lo cortesano: ya he dicho aquí mismo que, considerando las declaraciones que a veces da el Nobel —y sus juntas amicales con políticos de la derecha radical— uno debería mantenerse una respetable distancia —por mucho que lo admiremos como artista—; pero bueno, cada quien idolatra a quien quiere.
Lo triste del caso es que, por hacer lo que hicieron, Gamboa y De Althaus fueron, cómo decirlo, expulsados del paraíso. Porque eso de Universo Vargas Llosa es literal: quien está allí es porque nunca ha chocado ni chocará con el Sol.
La respuesta del arequipeño fue contundente. «La oficina de Vargas Llosa en Madrid me informó que Mario cancelaba su participación en la lectura sin darme ninguna explicación», contó luego luego De Atlhaus. J.J. Armas Marcelo, director de la Cátedra Vargas Llosa, declaró para Caretas: «Lo asombroso es que un tipo como Jeremías Gamboa, que debe bastante a Vargas Llosa (como todo el mundo sabe) haya escrito un artículo tan endeble, cobarde (y absurdo) apoyando el documento de protesta, así como su mujer, De Althaus, ahí sí hay una gran decepción, pero que cada palo aguante su vela y viceversa. Las cosas que suceden tienen siempre sus consecuencias».
Dado que Vargas Llosa no ha desmentido ni matizado las declaraciones de Armas Marcelo —más bien, publicó un artículo en que se lo notaba bastante encabronado—, debemos entender que avala lo dicho. Que se enojó, y feo. Que su cancelación del evento en la FIL fue una represalia por la crítica más suave y respetuosa que uno podría imaginar. También se infiere algo terrible: que cuando Vargas Llosa te apoya lo hace esperando que no lo critiques. Que su solidaridad con los autores jóvenes es en realidad un pacto, en el que se espera lealtad. Que de lo contrario habrá consecuencias.
Y por supuesto que se puede estar en contra del manifiesto que critica la Bienal Vargas Llosa. Se puede objetar la obsesión con las cuotas, criticar un error o exageración en los datos. Lo que no se puede hacer es censurar a las escritoras, muchas de ellas jóvenes, por imaginar un mundo en que las mujeres y los hombres tengan igualdad de oportunidades, y la misma consideración (el manifiesto parte del contraste entre esa utopía y la realidad de la Bienal). Responderles diciendo que son malintencionadas —feministas histéricas, enemigas de la cultura por su fanatismo—, que la bienal es una manifestación justa (y asunto cerrado), es como mandarlas a callar. Además de ser intolerante, demuestra un conformismo con la dictadura de la realidad. Una actitud nada “vargallosiana”.
Y vuelvo decirlo: yo no sé si Vargas Llosa es consciente de lo que significa qué él sea la cara visible de este abuso. Porque Vargas Llosa es el escritor que se erigió como figura opuesta a cualquier amenaza totalitaria, que nos enseñó en sus libros que las raíces del autoritarismo más feroz no necesariamente están en una dictadura, sino, por ejemplo, en un colegio militar de prestigio. Fue por Vargas Llosa que parte de la intelectualidad latinoamericana pudo hacer una crítica profunda al proceso socialista cubano, cuando el hoy Nobel denunció con firmeza el caso de Heberto Padilla, un poeta que osó criticar al régimen de Castro y terminó encarcelado (y luego dio el espectáculo triste del arrepentimiento público, al estilo estalinista). Vargas Llosa habló fuerte y es imposible no reconocer su gesto y su valentía, su disentimiento. Casi cincuenta años después de aquel episodio, es un Vargas Llosa desdibujado, cómodo en su palacio y en sus catedrales, quien parece decir: “Con la Cátedra, todo; contra la Cátedra, nada”.
Y no, la moraleja de esta historia triste no es que no hay que ser malagradecidos con los artistas poderosos que nos hacen favores. La lección, una vez más, es que hay que mirar el poder con desconfianza. Saber que el talento da poder, y a veces, poder excesivo. El caso De Althaus tendría que ser una lección para los referentes en alza, los que van adquiriendo posiciones dominio cultural: tendrían que aprender, por ejemplo, que excluir por encono está mal. Que no reseñar a los escritores que no te caen es deshonesto. Que quitar de una antología a un autor valioso porque alguna vez te criticó es una bajeza. Que no mencionar a un novelista que gana un premio, porque es de una ideología contraria a la tuya, es un atentado contra la cultura. Que pedir gratitud incondicional es innoble, pues nos quita libertad (eso que tanto buscábamos cuando comenzábamos a escribir).
(Por Juan Manuel Robles. Hildebrandt en sus trece # 455)
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