lunes, 21 de noviembre de 2016

RENATO SANDOVAL: PROOÉMIUM MORTIS, ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA. Por WINSTON ORRILLO


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                                   “Dios es aquello de lo que nada mejor se puede pensar…”
                                   “Yo también soy un submarino de la luz…”
                                                                      R.S.B.
                                             

            Hace mucho, muchísimo tiempo que no demoraba tanto, que no vacilaba tanto, ante un libro de poemas, al que me había propuesto, de todos modos,  reseñar. No obstante que, por exquisita gentileza de su autor, fui uno de los privilegiados en  recibir, vía correo electrónico, y cuando aún estaba en prensa, el volumen que, finalmente,  ha impreso “Ediciones-Copé, de Petro Perú”, en su Colección de Obras ganadoras de la XVII Bienal de Poesía, “Premio Copé, de Bronce, 2015.

            Independientemente de mi opinión –discrepante, por cierto- de un fallo (por otro lado, todos los fallos son cuestionables-), en este caso, la altísima y singular calidad del texto –absolutamente insólito en el poetizar, no solo nacional sino en nuestra lengua- merecían otra ubicación o, por qué no, el Primer Premio.

            Prooémium Mortis es, sin ninguna duda, una rara avis en la poética ad usum, y su autor –lirida, traductor, editor- nos ha entregado una presea que, difícilmente, tiene parangón.

            RSB (Lima, 1957), antes, en poesía, había publicado Singladuras, Pértigas, Luces de talud, Nostos, El revés y la fuga, Suzuki Blues –los tres últimos recogidos en Trípode (2010), textos, todos, donde la originalidad lo tipifica como alguien fuera de serie –de generaciones, degeneraciones- y estilos de nuestro panorama lírico.

            Amén de lo anterior, en 1988, él obtuvo el Primer Premio en el reconocido concurso “El cuento de las mil palabras”, del Semanario Caretas. Asimismo, dirige la editorial “Nido de cuervos”  (donde ha publicado traducciones que son verdaderas  preseas) amén de las revistas Evohé y Fórnix. Aunque, quizá algunos solo  lo conozcan  porque es director del prestigioso Festival Internacional de Poesía de Lima (FIPLIMA), que acaba de cumplirse con todo éxito.

            El presente volumen, de lectura ciertamente trabajosa, es una inmersión en temas de Dios, el tiempo, la vida y la muerte, donde destacan, especialmente, las deliberadas definiciones o indefiniciones de la divinidad, cuya exégesis se intenta, inútilmente –a priori- con un tono lírico absolutamente inusual en la poesía peruana y en la creación de los tiempos que corren.

            No hallo – posición de Juan Carlos Mestre- parentesco con Moro ni con el autor de Masa: Sandoval busca su propio sendero, el mismo que, por ejemplo, se halla en su empecinada prosecución del Dios que ilumina este poemario y, a la vez, le da oscuridad:

“Pero ya lo sé, lento es el sentido de la carne, mientras que tú rezumas solo potencia, voluntad y siempre y nada más que sabiduría. Tu reino en efecto no es de este mundo. ¿Qué podría atraerte de este páramo donde no crecen el mito ni una historia que alguna vez merezca ser contada? Así de lento, pues, el sentido de la carne, y esto es así porque justo ese es su sentido. Puede ser que baste para el objeto que haya sido hecho, pero no para no retener el viento que corre de un lado a otro sin saber por qué corre ni por dónde. Porque en tu palabra, es decir, en tu silencio, que ya nadie escucha, el sentido es –Agostino dixit- `desde aquí, hasta aquí´”.

Sandoval, empecinado, busca, persigue, y no deja de llevarnos de la mano, ¿adónde? Solo lo sabremos si proseguimos en la inmersión en este fondo sin fondo, en esta su melopea, absolutamente original en la poética ad usum, y no solo en nuestro panorama literario, ni siquiera en el de nuestra lengua:

Dios es pensamiento tan solo de sí mismo. y no recibe predicado alguno:
“Entonces, siendo tan inasible e impredicable, ¿cómo podrá alguna vez vislumbrarte y mucho menos asirte con la fe demente? Desatino total el mío ese de echarme a andar tras el rastro de quien no tiene rostro, pies, sacro, vómer, mal aliento, pero tampoco paso, incienso, sombra o algún amago de destino. Mi orfandad se parece a la tuya, esa de la que nada mayor pueda pensarse y que por ser así es de máxima realidad y potencia pura, el deliquio de cualquier límite, la rosa de los vientos encallada en el vacío, luz muerta y exabrupta en los archivos de una historia que se resiste a ser referida. //Y pese a ello allí estaba él, con el odio en ristre, la rabia desenvainada al otro lado del periódico, la habitación siempre en penumbra por más que el sol pugnara por entrar en ella en un verano que nunca tuvo un nombre…”

Soy quien no solo lee, sino paladea lo que merece ser paladeado; soy un perseguidor de la riqueza del verbo –recordemos que el maestro Mallarmé dijo que la poesía se hace “con palabras”: ergo, la riqueza verbal de un creador es, para este comentarista, una prueba inobjetable de su calidad, de su carácter paradigmático (y, de paso, anotamos que nuestra poesía no es precisamente pródiga en lo anterior…)

Pero este volumen es una fiesta interminable de la palabra, un muestrario del joyel que nuestro autor maneja, en todos y cada uno de sus libros.

No cae en la hipérbole Ricardo González Vigil cuando, sin empacho alguno, escribe: “Me atrevo a afirmar que (PM) es uno de los mejores poemarios publicados en esta década, no solo en el Perú, sino en el ámbito entero de la lengua española” (Caretas octubre 27, 2016).

Toda una interpelación a Dios, amén de un rigoroso examen de conciencia que resulta insólito en la poesía de los días que corren, y que, por decir algo, nos conducirían a los meandros de los textos de los místicos, pero todo planteado con un lenguaje sui generis –con presencia de no pocos coloquialismos que, en insólita melànge, comparte renglones, párrafos  con arrebatos  conducentes a desconcertar al lector, que no resulta otro que un sorprendido que se asoma al cráter alucinado de un volcán donde confluyen voces y discursos de grandes poetas de todos los tiempos, amén de inmersiones en vericuetos que sólo el autor sabe adónde conducen (si es que conducen a algún destino final: que sería el de aprehender el rastro de un esquivo dios, leit motiv, en fin, de este poemario, no para leer sino para, permanentemente, ir decodificando).


Porque, lo afirmamos, en cada lectura usted habrá de encontrar otro vericueto, totalmente distinto al que, anteriormente, creía haber, por fin, develado.


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