EL
SUBDESARROLLO DEL PERÚ Y LA UNIVERSIDAD
Por Jorge
Rendón Vásquez
No hay en el
Perú suficientes candidatos con las calidades intelectuales, formación
superior, independencia de criterio y sindéresis para cubrir los cargos con
poder de decisión en los aparatos de producción y estatal y las cátedras
universitarias.
¿Por qué?
Muy simple.
Porque las universidades peruanas los han formado así y porque, después, en la
práctica profesional, han perfeccionado sus deformaciones de origen, con
algunas excepciones laudables debidas a la perspicacia y entereza de quienes
comprenden que deben formarse o reformarse por sí mismos o irse a alguna
universidad extranjera de prestigio. Esto quiere decir que hay, en nuestro
país, una compatibilidad perfecta entre nuestro subdesarrollo económico, social
e intelectual y la universidad.
Nunca, la
universidad peruana estuvo al nivel de las universidades europeas o
norteamericanas con menor puntaje en el ranking o con sus homólogas de
Argentina, Brasil y México; y sus leyes orgánicas legalizaron este pasar, con
excepción de la última de 2014 que instituyó, por lo menos, una entidad de
control de su calidad.
Dentro de su
inferioridad, la universidad peruana ha experimentado una crisis de crecimiento
deformado, caracterizado por la confluencia de tres factores: la llegada a sus
aulas de oleadas de jóvenes de las clases sociales postergadas; la inexistencia
de un nivel de formación profesional intermedio; y el bajo nivel general de sus
docentes.
1) Los
descendientes de las castas raciales subyugadas durante el Virreynato y la
República, convertidos en sujetos de las clases obrera, campesina y pequeño
burguesa provinciana comenzaron, con derecho, a acceder en masa a la universidad
a partir de la mitad del siglo pasado, tras haber pasado el ciclo de la educación
secundaria que el Estado extendió por la necesidad de la oligarquía y el
capitalismo emergente de contar con un mayor número de obreros y empleados con
los conocimientos de base indispensables para el manejo de los instrumentos de
producción y la documentación en las oficinas. Las universidades, casi todas
públicas, se sobrecargaron año a año y, muy lentamente después, aumentaron su
infraestructura y el número de sus docentes para recibirlos, aunque apelando
más a la cantidad que a la calidad. Las oleadas anuales de nuevos postulantes a
las univesidades se incrementaron por el crecimiento de la población.
2) Para los
dirigentes del Estado, siempre fue desconocida la necesidad de contar con un
nivel intermedio de formación profesional de técnicos y personal de
encuadramiento. Las únicas realizaciones en este campo se debieron: 1) a la
Sociedad Nacional de Industrias que promovió y financió en 1961 la creación del
Servicio Nacional de Aprendizaje y Trabajo Industrial (SENATI) para la
formación de obreros calificados en diversas especialidades y al que se le dio
como marco legal la Ley 13771: y 2) a la Embajada Francesa que, con la ayuda de
las asociaciones industriales de Francia, creó un centro de formación de técnicos
que funcionó hasta comienzos de la década del 80. Mucho después fueron creados
otros centros similares por iniciativa privada. Las carencias en este nivel
determinan que la mayor parte de jóvenes que concluyen la educación secundaria
y pueden seguir estudios superiores se dirijan, como por un canal directo, a la
universidad, más para promoverse socialmente con una profesión universitaria,
por lo general con estudios librescos y ajena a la producción de bienes y
servicios materiales, que para insertarse útilmente en el mercado de personal técnico.
3) En las
universidades europeas, norteamericanas y las más importantes de América Latina
para ser docente universitario es imprescindible el grado de doctor. Más aún,
en esas univesidades, la vocación de los estudios y las tesis doctorales es
formar sus docentes. Las leyes universitarias peruanas ignoraron esta exigencia
fundamental y permitieron el ejercicio de la docencia universitaria con simples
licenciaturas o títulos profesionales. Y, de entrada, así, la universidad
peruana fue condenada irremisiblemente a mantenerse en el subdesarrollo. Recién,
la ley universitaria de 2014 ha comenzado a exigir, por lo menos, el grado de
magister para los niveles de profesores auxiliar y asociado y el grado de
doctor sólo para el nivel de profesor principal. Sin embargo, por una
disposición transitoria, esta ley les dio a los docentes sin el grado de
magister el plazo de cinco años para obtenerlo, ante la perspectiva inmediata
de dejar sin profesores a las universidades. Vencido este plazo sólo una parte
de ellos pudo llegar a ese grado en programas de maestría pagantes,
improvisados en parte y truqueando sobre
el conocimiento de otra lengua extranjera y con tesis discutibles por su baja
calidad. A los demás, ese grado les es inalcanzable porque, por su formación
anterior y la edad, su mente rechaza el estudio concentrado, el planteamiento
de las hipótesis a desarrollar, el fichaje y la propuesta de consecuencias y
conclusiones. A ello se ha añadido el sobredimensionamiento de la autonomía
universitaria que, en la práctica cotidiana, se ha convertido en la autonomía
personal de cada docente universitario para enseñar lo que quiera, sin relación
con la función principal de la universidad, consistente en suministrar los
cuadros que requieren los aparatos productivo y estatal y el desarrollo
económico, social y cultural del país. Esta noción tiene como remoto
antecedente la libertad de cátedra, reconocida por la Constitución de 1933, pero
que fue entendida como la libertad de enseñar lo que el docente quería. La introdujo
en la Constitución de 1979, como autonomía universitaria, un representante
transfuga de varios partidos y alcohólico irredento, en ese momento aprista,
como autonomía a secas, a la que otro representante le añadió, por fortuna, la
condición de sujetarse a la ley, y así pasó a la vigente Constitución de 1993,
que no se refiere para nada a la necesidad de hacer de la universidad un
sistema cuya razón de ser sea el servicio a la sociedad y a su progreso en
todos los campos del conocimiento.
En la década
del noventa, el gobierno de Fujimori decidió incrementar la oferta del servicio
universitario recurriendo a la creación de universidades privadas para acoger,
sobre todo, a una creciente masa de postulantes salidos de la pequeña burguesía
y de las clases trabajadoras que podían pagar las pensiones fijadas con
criterio comercial. La autorización de funcionamiento de estas nuevas
universidades fue encomendada a una comisión de cinco exrectores nombrados por
la Asamblea Universitaria. Se crearon así, sin ton ni son, innumerables
universidades con capitales privados de reducido monto. Se prescindió
absolutamente de la calidad de los docentes. Como para serlo bastaba poseer un
título universitario se improvisó docentes por doquier. Alguien dijo que los
rectores de algunas de estas universidades se colocaban en la puerta de sus
locales ofreciendo las plazas de docentes a cuanta persona pasaba por allí. En algunas, privadas, los
rectores llegaron a fijarse sueldos exhorbitantes. Y, por supuesto, la fortuna
de los inversores aumentó de mes en mes por una demanda en aumento, estimulada
por complacientes exámenes de ingreso y de las asignaturas, pensiones que
debían pagarse sí o sí, sueldos de los “catedráticos”, no muy encima de la
remuneración mínima, y por la colaboración del Estado que, por la Constitución
(que para eso ha sido hecha así), exonera del pago de todo impuesto directo e
indirecto a estas universidades. Firmes en su poder económico, algunos de estos
propietarios tentaron suerte en la política y se convirtieron en jefes de
partidos y representantes al Congreso.
¿Cómo sacar
del subdesarrollo a la universidad peruana? ¿Cómo redirigirla a enseñar e
investigar lo que nuestro país necesita? ¿Cómo hacerla que forme a los
profesionales en la cantidad y calidad que requieren sus aparatos productivo y
estatal, y no profesionales en exceso en ciertas ocupaciones, que devienen
parasitarios, distrayendo una fuerza de trabajo necesaria en las actividades de
producción? ¿Cómo arrancarla del interés, el autoritatismo y la comodidad de las
camarillas de docentes parapetados en sus nichos autónomos?
La respuesta
a estas preguntas conduce a fijarse en la normativa que legaliza tan absurda y
lamentable situación. Es preciso reformar los artículos de la Constitución
relativos a la educación y a la formación universitaria. Pero eso solo no
bastaría.
Por una
parte, es preciso crear en las capitales de departamento centros estatales de
formación profesional intermedia con las especialidades apropiadas a las
actividades productivas de cada región.
Por otra, se
debe formar masivamente a los docentes que la universidad reformada requiere y,
para ello, el Estado peruano debería financiar algunos centenares de becas
anuales para hacer los doctorados en universidades europeas, norteamericanas,
asiáticas y de ciertos países latinoamericanos, como Argentina, Brasil y
México. La determinación de las universidades y especialidades de formación en
esos países, los acuerdos con esas universidades y la organización de los
concursos para seleccionar a los postulantes a las becas, de no más de 35 años,
deberían estar a cargo de una entidad central, como el SUNEDU. Diez años
después del comienzo de este proyecto, si se llevara a cabo, los nuevos
docentes comenzarían a sacar a nuestro país del subdesarrollo.
(Comentos,
18/4/2022)