(Embajaora de Nicaragua), José Luis Ayala y Eduardo Arroyo.
con el maestro César Lévano, en su última actividad pública, realizada
en la Casa Museo José Carlos Mariátegui.
Tomado de “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 438, 29MAR19
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a muerto en sus trece. No podía ser de otra manera.
Me
causa gracia que algunos de quienes lo maltrataron, finjan llorarlo.
Allí está San Marcos, que lo despidió sin gracia alguna y con una
pensión para indigentes. Allí está el diario que decidió un día que el
sueldo era un asunto muy burgués y que el sueldo de director era cosa
aún más despreciable que tampoco debía pagarse. Allí está el cronista
que, al pie del ataúd, lagrimea sin recordar que el noble difunto lo
llamó sobón de Humala cuando las papas quemaban y el comandante de la
madre mía se valía de Blanca Rosales para presionar a los medios y
empitonar a los alzados.
Muchas
veces hablé con Lévano de la crisis del periodismo. No era un asunto de
analógicos versus digitales ni de liberales versus conservadores ni de
socialistas versus rivaagüeristas: era un asunto de cultura. El
periodismo -coincidíamos- se había enemistado con los libros y con el
afán de saber. El periodismo de estos tiempos era un ejercicio de la
banalidad. Un horizonte desplomado. Un día, después de la presentación
de uno de mis libros que él honró con un preámbulo oral, me dijo:
-Si Valdelomar resucitase y buscara trabajo en un diario limeño, le cerrarían las puertas.
No
sólo Valdelomar. Pensemos en el Mariátegui que, a pesar de todas las
dificultades, luchó por sus ideas y pudo crear la imprenta y editora
“Minerva”. Pensemos en todos aquellos que juntaron periodismo y buena
prosa y convirtieron a la prensa peruana en un modelo digno de imitarse
en el primer tercio del siglo XX. Ese mundo es nuestra Atlántida. Ese
país perecido es la desgracia que no solemos admitir.
Lévano
era una excepción, un sobreviviente, una tenacidad a prueba de
tentaciones. He dicho muchas veces que el Perú tiende a podrirlo todo.
Hasta las buenas causas resultan, al final, contaminadas por la codicia:
allí está el ecologismo antiminero manchado de “lentejas” y abogados de
Azángaro y señoras víctimas que entablan juicios costosos en Nueva
York.
Pero
el Perú no pudo con Lévano. No pudieron con él. Allí estuvo,
metalúrgico y panadero, rojo y cívico, contumaz destinado a los
infiernos, malditamente hereje, el canillita que salió de las sombras.
¿Fue estalinista? Sí, cómo no. Se equivocó, como muchos, como Neruda
nada menos. Pero amaba a Bach tanto como a Acosta Ojeda y podía leer a
Goethe en su idioma original y hablarte de la prensa anarquista como si
él mismo la hubiese redactado. Y a la hora de juzgar a los oportunistas
de la izquierda tuvo el ojo del búho consejero.
Cuánto
lo odió la derecha. Qué manera tan vil de difamarlo. Qué modos tan
canallas de negar su valor y borrar su resistencia. Lévano era un mal
ejemplo y eso es lo mejor que puede decirse de él. En una sociedad
purulenta como la nuestra ser un mal ejemplo es una bendición. Si los
agnósticos tuviéramos un Vaticano y un San Pedro, Lévano sería parte de
nuestras catacumbas ancestrales. Un rojo con aureola, qué más da.
Se
ha ido Lévano y mejor que se haya ido. La vejez extrema es una venganza
de la paciencia y un sufrimiento inútil. Pero lo que queda de Lévano
alcanza para muchos años de memoria agradecida. Lo que es cierto es que
Lévano, como otras figuras estelares, no deja sucesores. El Perú mal
hablado de hoy sólo tiene relevos para forajidos y congresistas.
Yo
no escribo esto porque Lévano se nos haya ido esta semana. Escribí
sobre este maestro moral muchas veces, cuando él estaba vivo y aún se
jaraneaba. Y aquí van dos ejemplos. El primero, publicado en el año
2006, cuando Lévano cumplió 80 años. El segundo es del año 2011 y fue
editado a raíz de la muerte de Natalia, su querida mujer.